VII

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Capítulo 7
Alas de luz

Claire

Lo primero que hice fue recorrer la sala y el comedor; levantar y sacar las telas polvorientas, buscando algo que llamara mi atención. Fui a la cocina, abrí todas las puertas de los muebles y, a menos que el fantasma de Betty quisiera que aprendiera a cocinar, supuse que las ollas desgastadas no significaban nada. Revolví todos los cajones y estanterías. Mike revisó entre los tarros.

El destello de un sartén junto a la estufa me hizo pensar en mi sueño de la noche anterior... No lo recordé hasta ahora por el terremoto; había soñado con la silueta luminosa, con El Ser misterioso que me ayudó a escapar una vez, cuya imagen llegué a atribuir casi a un amigo imaginario, hasta que Tyrone me sugirió que podría tener algo que ver con los dioses.

Si yo soñaba con El Ser, y Betty con un hombre extraño... Tal vez era... ¿Qué pasaba si era el mismo? No sabía si eso era escalofriante o esperanzador.

—Betty, ¿cómo era el hombre?

—¿Cuál hombre? —Bajó su botella de agua y observó ceñuda a Mike cuando, sin querer, este le rompió una pata de madera a una mesilla antigua.

—El hombre. El fantasma —puntualicé.

—Era... —Me asomé por el angosto marco de la cocina y la vi haciendo una mueca, intentando recordar—. Bueno, era grandote.

—¿Y qué más? ¿Brillaba? ¿Tenía luz dorada? ¿Rizos color arena? ¿Su voz parecía perderse en el infinito y emanaba una potencia extraordinaria?

Tanto Betty como Mike me miraron como si me hubiera salido una segunda cabeza.

—Estoy empezando a creer que los gobiernos del mundo nos están drogando —masculló ella. Mike curvó los labios hacia abajo.

Exhalé.

—No —prosiguió Betty—. Por Dios, niña. Era grandote, tenía una buena espalda, jovencito.

—¿Qué tan jovencito?

—Unos treinta y tantos. Tenía una nariz linda, muy bonita, ancha y con la punta levantada. Era bien buenmozo, si me disculpas el comentario.

—Que los dioses me lleven —escupió Mike.

—¿Qué más, Betty? —insistí confundida.

—Ahora que lo pienso, su voz sí era profunda, o lo que tú dijiste. —Se puso un dedo en el mentón. Inspiré con paciencia—. Ah, pero era pelirrojo, y no tenía rizos —aclaró de repente—. El pelirrojo más rojo que he visto. Tan pero tan rojo que parecía fuego.

Mike y yo nos quedamos muy quietos; nos observamos con reconocimiento y volvimos a mirar a Betty.

—Pelirrojo.

—Eso fue lo que dije —gruñó.

Otra mirada con Mike. No, Betty no había visto a la misma silueta que yo. Había soñado con...

—¿Cuál era su nombre?

Betty se estiró la falda de su vestido.

—No lo dijo. O no lo recuerdo, anda tú a saber. Ya te lo hubiese dicho, pues.

—¿Cómo estaba vestido? —Mi voz salió más aguda.

Betty paseó su mirada entre los dos, ceñuda y enredada.

—Tenía una... —Pasó las manos encima de su propia ropa, desde el cuello hasta las rodillas—. Una túnica. —La respiración se me entrecortó—. Blanca. Una larga túnica blanca, y tenía una cadena dorada que le cruzaba el pecho. —Deslizó los dedos desde un hombro a otro—. Creo que quizá una capa, pero no sabría decirte con exactitud.

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora