XLVIII

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Capítulo 48
El trono

Dos años después

Seis meses después de la muerte de la reina era un tiempo prudente, según el Consejo, para realizar la coronación. Prudente para ellos, porque para mí nadie estaría a la altura de Archibald y Eloise Relish. Nunca.

Ava también poseía una nueva reina; una pelirroja alegre y rebosante de ideas. Tampoco nadie estaría a la altura de mi amigo, el rey Tyrone.

Ese mismo año fueron las elecciones en Azgar, y Max Bourne asumió como la Mano Derecha del nuevo presidente del hielo, así que él vivía allá ahora.

Contra los pronósticos de los médicos y de sus fatídicas conclusiones, mi abuela batalló su propia guerra por otros dieciocho meses luego de que se cerrara la conexión con el lado humano, aunque el último periodo lo pasó en cama la mayor parte del día.

Arturo Jatar decidió renunciar como Mano Derecha de Atanea al fallecer mi abuela, justificando que su periodo caducó junto al reinado de Archibald y Eloise, y que era hora de dar a paso a mentes más jóvenes y renovadas. Mantuvo su trabajo como Jefe de Fuerzas Secretas, gracias al cielo. Necesitaba gente de confianza en los puestos importantes.

¿Quién sería mi Mano Derecha? La respuesta para mí era obvia, pero escogerla a ella estaba fuera de mi alcance, por lo que tendría que elegir a alguien más.

Mi vestido de coronación no era parecido al de mi boda falsa —no tan falsa—. Peleé porque la falda no fuera tan grande, y lo que logré fue un punto medio entre corte de clásica princesa tonta y uno algo más ajustado en las caderas. Se cerraba hasta el cuello, con una tela semi transparente que se extendía hasta mis muñecas. Era de color champagne, con decoraciones bordadas en tonos dorados y azules. Encima llevaba una gran capa azul, que pesaba una tonelada.

Qué circo estaban montando, de veras. Para qué hablar del enorme trono sobre el que apoyaba mi trasero.

La mullida y extensa alfombra azulada por la entré al salón fue otro tema que no quise analizar. Toda la mansión; los nobles, el personal, el Consejo, los jefes de fuerzas y líderes de escuadrones, llevaban sus ropas más épicas y protocolares. Muchos uniformes de tradición. Demasiadas capas e insignias. Excesiva cantidad de bandas de cuero, cinturones gruesos, piochas y colgantes. Los guardias tenían unos sombreros ridículos.

Las cámaras que colgaban del techo eran demasiadas; imaginé que en cualquier momento se caerían sobre nuestras cabezas.

Pero allí estaba, porque entre tiras y aflojas, tenía que ceder en algunos puntos para las ceremonias reales. Como para la coronación de una nueva reina.

Lo que sí valía la pena era lo hermoso que se veía Theo con su traje azul con gris, con las botas impecables y una banda que le cruzaba del hombro a la cadera.

Por todos los dioses. Mi esposo era besable. Lamible. Tocable. Agradecí saber poner cara de póquer, porque de lo contrario hubiera hecho el tonto babeando mientras el que dirigía la ceremonia, —un sacerdote, cuya capa era más grande que la mía y mi vestido juntos—, hablaba, hablaba y hablaba cosas que ya había escuchado cinco veces durante las preparaciones.

Lo que estaba a apunto de aceptar no era por mí, ni por el honor o la tradición de mi familia Relish. Estaba sentada ahí por todo lo demás.

—¿Juras proteger a tu reino, y guiar a las trece extensiones, con el fin de mantener el bienestar, la paz y la prosperidad de estas, poniendo dicho deber en lo alto de tus prioridades? —preguntó el sacerdote como si recitara el poema más épico.

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora