Pacto con el diablo

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Desperté un poco más tarde de lo normal gracias al nuevo colchón que, efectivamente, era maravilloso. Me levanté, sintiendo las ya acostumbradas punzadas, pero menos dolorosas que antes. Cuando me duché pude lavarme el pelo sin llorar bajo la ducha, e incluso tardé menos de cinco minutos en ponerme los pantalones.

Preparé café y me serví una taza mientras veía la lluvia torrencial a través de la cristalera del salón.

El móvil vibró, pero no lo toqué. Mi jornada laboral empezaría cuando el señor Choi despertara, y todavía tenía veinte preciosos minutos de descanso.

Veinte minutos para pensar en mi futuro allí.

Puse una expresión triste que nadie pudo ver.

Tres días eran poco tiempo para decidir si podría aguantar un año junto al señor Choi.

Como le había dicho, si solo se tratara del trabajo de oficina, hubiera aceptado sin dudarlo; pero no quería pasarme un año sumergido en la vida oscura y perversa del señor Choi. También, era cierto que él me pagaba más de lo que jamás me habrían pagado en otro sitio. Al final de ese año podría tener casi un quinto de millón de dólares en el banco.

Eso... era muchísimo dinero... pero, ¿era el suficiente para hacer un pacto con el diablo? Y entonces pensé en irme de allí y buscar otro empleo, y me sentí extraño. Algo me decía que otro empleo no me daría lo que me daba ser el ayudante del señor Choi, y no era por el dinero. ¿Qué era entonces?

—Beomgyu—me distrajo una voz que empezaba a conocer demasiado bien.

—Buenos días, señor Choi —le saludé con una leve sonrisa—. ¿Jersey? —pregunté, no sin cierta sorpresa.

Se había puesto un bonito jersey gris perla sobre su camisa blanca. Como toda su ropa, era demasiado entallada y apretada para dejar nada a la imaginación, pero aun así le daba una imagen mucho más casual y suave de lo normal.

—Está muy guapo —añadí, porque era cierto.

El señor Choi se quedó allí, con su bolsa de deporte colgada de la mano y la mirada de aquel azul intenso clavada en mis ojos. Quizá no era la clase de hombre al que le gustaran los halagos de sus trabajadores, porque quizá le sonaran vacíos e interesados. Así que me levanté del taburete y cogí mi mochila de deporte y el móvil.

—Cuando quiera —le dije.

El señor Choi parpadeó un momento y su mirada se perdió hacia un lado, pensativa, antes de volver a mí.

—Vámonos —dijo con tono serio.

Después de entrar en el ascensor miré el móvil y repasé los mensajes, correos y todo lo que me había perdido en ocho horas de sueño. Revisé el horario del día y cuando las puertas se abrieron noté una presión en la espalda que empujaba suavemente de mí hacia fuera. Levanté la cabeza del móvil y me giré hacia el señor Choi, que tenía su mano en parte baja de mi espalda. Cuando estuvimos fuera la apartó y siguió su camino al coche sin decir palabra.

Me sorprendió tanto que no pude evitar reflejarlo en el rostro, sin embargo, no fue tan importante como para molestarme en comentarlo en voz alta. Así que saludé a Lakov como cada mañana y me subí a la parte trasera del coche.

Era viernes y, aunque la agenda estuviera llena, podía sentir la proximidad del fin de semana y el merecido descanso.

—Hoy va a ser duro, señor Choi —le advertí—. Dos reuniones seguidas por la mañana, una comida que tiene citada con el señor Silver, seguida de una visita al bufete de abogados y una videollamada al extranjero con madame Depardieu. Pero... —añadí, dejando un silencio para crear tensión antes de mirarle a los ojos—, para cenar hay hamburguesa con espinacas.

El jefe (Yeongyu) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora