El hombre que no entendía el amor

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Esperé en el coche a que el señor Black terminara en la cena. Cuando el aparcacoches me hizo una señal en la ventanilla y me señaló su reloj de pulsera le hice un gesto de que entendimiento. Me pasé al asiento del piloto y arranqué el coche para llevarlo a la entrada. Cogí el paraguas y salí.

Entonces vi al señor Choi esperando bajo el toldo, en mitad de una alfombra roja ya vacía y cubierta de manchas. Tenía las manos en los bolsillos y una expresión seria en el rostro, el pelo algo despeinado y la pajarita deshecha.

Parecía cansado, pero cualquiera lo estaría después de pasarse dos horas fingiendo ser quien no era. Me miró fijamente a los ojos y ladeó levemente la cabeza. Comenzó a caminar hacia mí, sin preocuparse por la lluvia, hasta quedarse a mi lado.

Yo me había quedado como un imbécil bajo la lluvia sin ni siquiera abrir el paraguas. Había llegado a la conclusión de que a partir de entonces me ceñiría tan solo a mi trabajo, y que no trataría de intimidar con el señor Choi. No más tratos, no más noches, no más intentos de hacerle feliz. Pero esos ojos del azul del océano me hicieron dudar de mí mismo y de la fuerza de voluntad que tendría cuando Yeonjun me mirara y me pidiera que le abrazara.

—Me alegra que lo hayas pasado tan mal como yo —me dijo con tono bajo y grave, moviendo la mano para coger las llaves de entre mis dedos—. Sube —ordenó.

Parpadeé un par de veces y bajé la mirada, tardando otro pequeño momento en reaccionar y moverme hasta la puerta del copiloto. Me senté me pasé las manos por el pelo mojado, sintiendo un escalofrío por todo el cuerpo.

—¿Has cenado? —me preguntó él, arrancando el coche y poniendo la calefacción de mi lado.

—No —reconocí.

Miró el reloj de su muñeca mientras giraba el volante para dar la vuelta a la carretera y dijo:
—Llama a algún restaurante y pide algo para cenar, podemos pasarnos un momento antes de volver a casa.

—No hará falta, señor Choi. No tengo hambre.

—Es importante comer, hay que recuperar energías.

Esa estúpida frase me hizo sonreír, pero fue una mueca triste en mis labios.

—¿Cree que me he extralimitado en mis funciones como su asistente, señor Choi? —le pregunté entonces—. Usted sabe que soy solo su ayudante personal, ¿verdad?

Le miré, pero él se me había adelantado con una expresión muy seria en su rostro.

—Iremos al museo y a comer y me dejarás tocarte, porque ese fue el trato y nosotros cumplimos nuestra palabra, ¿verdad, Beomgyu? —dijo con tono seco, sin entender en absoluto a qué me estaba refiriendo.

«Nosotros» había dicho...

—Sí, señor Choi —respondí—. Ese fue el trato.

—Entonces no hay nada de lo que hablar.

Asentí y me quedé mirando las luces brillantes de la ciudad bajo la lluvia. Ahora el coche estaba caliente y volvía a oler a la colonia del señor Choi, más suave pero igual de agradable que la primera vez.

—Toma —me dijo el señor Choi tras un breve silencio, entregándome una servilleta doblada con el logo de la asociación benéfica bordado a un lado.

—¿Quiere guardarlo como un recuerdo? —le pregunté, cogiéndolo de su mano sin mucho interés.

—Es para ti.

—Gracias, siempre había querido empezar una colección de servilletas usadas —murmuré en voz baja, hundiéndome un poco más en el asiento mullido del copiloto—, pero no encontraba el momento.

El jefe (Yeongyu) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora