La casa de un amo

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Como había prometido, firmé todos los papeles que me pusieron delante: acuerdos de confidencialidad, contrato de trabajo, una hoja en la que permitía que me hicieran análisis sorpresa de orina y sangre, otro papel en el que, por lo poco que quise leer, aceptaba obedecer las exigencias y preferencias personales del señor Choi.

—Es como el contrato de los sumisos, pero con la excepción de no tener que practicar relaciones sexuales —me explicó Cecil, que al parecer era abogada de la empresa y estaba al corriente de la vida secreta del señor Choi.

—Aun así, estoy seguro de que a mí me va a dar más por el culo que a nadie —respondí antes de firmarlo rápidamente, antes de que me arrepintiera de todo aquello.

Cecil se rio un poco, quizá porque le hizo gracia, quizá porque ahora yo era el «asistente personal» del gran jefe.

—Es temporal por ahora —me explicó—, una semana de prueba con opción a despido instantáneo.

Acepté, tenía pensado durar mucho más que una semana.

Al terminar me pidió mi dirección para que fueran a buscarme y me dio una hora concreta después del anochecer.

—¿Y cómo...?

—No —me interrumpió ella con una de sus bonitas manos de uñas largas en alto—. Aquí termina todo lo que sé yo al respecto. El señor Choi en persona te explicará todo lo que necesites saber.

—Vale, bien, gracias.

Después de salir del edificio hice lo que se me ocurrió que sería un buen día libre: ir a alguna librería, comprar alguna buena novela y leerla mientras tomaba un litro de café con leche y vainilla. Llegué a mi casa y me pregunté cómo se suponía que iba a llevarme las cosas que tenía allí, o si quiera si podría llevármelas. No es que nada de mi diminuto apartamento en las afueras fuera mío, pero tenía una gran colección de libros y discos que me gustaría conservar. Los empaqueté en cajas y las dejé a un lado del salón, pensando que, si no pudiera llevarlas, al menos le diría a alguien que fuera a recogerlas y las guardara por mí.

El coche llegó muy puntual, poco después de mi cena rápida. Miré por la ventana como el conductor salía del coche, un señor calvo y grande que parecía sacado de las filas de la mafia del este europeo, se acercó al portal y timbró en mi puerta.

—Soy Lakov, vengo a por... —tenía un fuerte acento y seguramente estuviera buscando mi nombre en un papel—. Lee Beomjun.

—Lee Beomgyu —le corregí.

—Que baje, el señor espera.

Abrí los ojos y cogí las llaves, ya tenía todo preparado y apenas tardé un minuto en encontrarme cara a cara con Lakov. Era enorme, más grande aún de lo que me había parecido por la ventana.

—Señor —me saludó con una tosca inclinación de cabeza. No me esforcé en corregirle de nuevo.

—Encantado de conocerte, Lakov —respondí yo con otro movimiento de cabeza.

Me acompañó al coche e incluso me abrió la puerta de atrás. Lo que agradecí educadamente.

Me sorprendió el espacio que había allí. Era uno de esos coches con dos filas de asientos cara a cara y una mampara oscura y gruesa entre el conductor y los pasajeros. Después pensé en que había suficiente espacio para follar allí dentro, y que probablemente el señor Choi lo hubiera hecho numerosas veces. Entonces me apreté en la esquina y me aseguré de no tocar nada.

Atravesamos el puente de vuelta al centro de la ciudad y llegamos a una de las zonas residenciales más caras y elitistas. Edificios de plantas enteras con una sola casa. Lakov bajó hasta el aparcamiento subterráneo y me dejó en la puerta de un ascensor.

El jefe (Yeongyu) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora