El amo y el sumiso

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La pregunta sobre en qué parte del despacho iba a trabajar yo por fin tuvo respuesta: a un lado de su mesa. El señor Choi miraba su carísimo portátil, escribía y me pedía notas sobre algunas reuniones y algunos datos muy precisos que no recordaba. Yo le pasaba la información mientras resolvía mis propios problemas, como, por ejemplo, organizar un viaje al caribe para cuatro personas, tres de las cuales después se iban a ir a una orgía secreta en una isla privada.

A la hora de comer llegó el mensajero del restaurante y me asustó. Oí un ruido en la cocina y miré al señor Choi, pero él ni se inmutó.

—Es la comida —me explicó sin apartar la mirada del portátil.

Asentí y comprendí que nunca había coincidido con el mensajero durante la semana y que empezaba a pensar que las bolsas de papel aparecían mágicamente en la cocina.

—¿Quiere bajar a comer? —le pregunté, mirando la hora en el reloj de pulsera. Faltaban apenas diez minutos para el descanso del medio día.

El señor Choi afirmó con la cabeza, sin apartar la mirada del portátil. Bajé a la cocina y lo preparé todo antes de volver para avisarle que estaba listo. Comimos en la isla de madera, como era habitual, hablando relajadamente sobre el atún a la brasa que nos habían traído.

—El único atún que había probado hasta ahora siempre venía en una lata —le aseguré.

—Jamás he comido de lata en mi vida —respondió él.

Resoplé y puse los ojos en blanco.

—Usted siempre ha tenido dinero.

—No tanto como ahora, pero sí. —Se metió un trozo de patata asada en la boca y noté que me miró un momento—. ¿Tú?

Me reí un poco.

—No, señor Choi. Mi vida siempre ha sido un poco precaria. Llevo trabajando con mi padre desde los doce, y fuera de casa desde los dieciséis,
incluso en la universidad, y no he dejado de hacerlo hasta ahora —no lo dije con tono de pena ni mucho menos. En realidad, me sentía un poco orgulloso de mí mismo por todo el esfuerzo que había puesto en ganarme lo que tenía.

—Yo tampoco he dejado de trabajar —respondió él, mirándome fijamente a los ojos mientras masticaba.

—Pero yo no ganaba millones sirviendo café —le dije.

—Entonces, quizá haya sido culpa tuya por conformarte con servir café.

Mantuve su mirada en silencio, tratando de no sonar enfadado al decir: —Qué fácil es para las personas de éxito asumir que la gente es pobre y
pasa hambre porque quiere.

El señor Choi no dijo nada, dedicándome uno de eses silencios de mirada intensa y expresión seria. A veces me encantaría poder saber lo que pensaba, abrirle la cabeza y ver qué había detrás de aquellos ojos marinos.

—Le doy mil dólares si me dice aquí y ahora lo que está pensando — bromeé con una leve sonrisa.

Él inclinó un poco la cabeza hacia delante.

—Mis pensamientos valen mucho más que eso, Beomgyu—respondió.

—Dos mil.

Se llevó la servilleta a los labios y se limpió las comisuras sin dejar de mirarme. Ya había terminado y a mí todavía me quedaba un poco, pero habíamos desayunado hacía apenas dos horas y no tenía demasiada hambre.

—¿Café? —le pregunté, bajando del taburete.

—Te diré lo que pienso si me dejas que te folle —dijo entonces, mientras yo cogía dos tazas del armario.

El jefe (Yeongyu) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora