El efecto cascada

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En teoría, si una buena imagen atraía a clientes, una mala imagen los haría irse. Era algo generalmente aceptado y muy habitual en los negocios. Nadie quería trabajar con una empresa con mala imagen pública.

Al parecer, podías envenenar el planeta con residuos arrojados sin control al mar, podías explotar a tus trabajadores con condiciones laborales cercanas a la esclavitud, podías desforestar el Amazonas y podía expoliar el tercer mundo y llevarte todas sus materias primas a precio de coste; pero no podías mentirle a una joven y ser homosexual. Porque eso era súper feo y quedaba muy mal en la prensa.

Sí... así era el mundo real y, sinceramente, daba miedo.

Una multitud muy aburrida y muy enfadada había empezado una especie de sabotaje a los productos de INternational. Lo cual era estúpido porque la empresa apenas vendía productos directamente al público y los beneficios que eso le producía eran ínfimos comparados con otros; como, por ejemplo, la venta de piezas, programas informáticos, chips y demás tecnología especializada y con patente que enviaba a fábricas a lo largo y ancho del mundo.

Los clientes que importaban eran eses, no una señora de New Jersey que no iba a comprar la batidora de la filial de INternational porque Yeonjun Choi era un cabrón.

Esa mujer no estaba pagando los coches deportivos de Yeonjun, sus trajes a medida, sus relojes de marca, su dúplex en el ático con vistas a la ciudad, su comida de lujo y sus extravagantes viajes.

El problema era que esos grandes clientes, esas otras corporaciones de tecnología, temían que el sabotaje que habían iniciado cuatro chalados en las redes sociales les fuera a afectar a ellos también. Porque la gente no quería comprarle productos a empresas que trabajaran con Hitler, querían comprarles productos a empresas que trabajaran con Hitler y su tímida y encantadora novia latina.

Por el momento habían sido clientes menores con cuentas que no iban a significar una gran pérdida para el capital de INternational, pero el Departamento de Finanzas y la siempre catastrofista señora Timber estaban aterrados por si alguna de las grandes marcas, las importantes, seguían el ejemplo y se iban.

Cuando le di la noticia a Yeonjun , se quedó un minuto en silencio, respirando profundamente y con la mirada perdida en la isla de la cocina. Después me ordenó que fuera a la habitación y le esperara.

La sesión de sexo fue, de nuevo, un poco dura e intensa, con un señor Choi bastante fiero y enérgico que me dejó sin fuerzas. Tuve que tomarme una larga ducha para recuperarme mientras Yeonjun me abrazaba y me decía que sentía haberme follado tan duro y que no quería hacerme daño.

Yo no dije nada, no podía decir nada, hasta casi la hora de comer, cuando Lakov apareció con la bolsa del restaurante. El envase del cruasán seguía sobre la mesa y se lo di, diciéndole que era casero. «Gracias, señor Lee», respondió antes de irse.

El señor Choi bajó tras terminar su llamada de casi tres horas con el Departamento Financiero, Ventas y Marketing, poniéndose al día de la situación y tomando medidas de prevención y planes de acción en caso de que, por desgracia, las cosas se complicaran más todavía. Yo había aprovechado para discutir con el Departamento de Publicidad sobre lo que íbamos a hacer para tratar de detener aquella ola de mala prensa y escarnio público que nos había golpeado sin previo aviso.

—Tendremos que dar al menos una entrevista y Thomas cree que sería adecuado que volviéramos a la rutina, ya que seguir escondiéndonos da la imagen de que somos culpables y que no nos atrevemos a enfrentarnos a las acusaciones —le expliqué durante la comida.

—Es un puto vídeo de nosotros follando, Beom —murmuró Yeonjun , quien había entrado en un estado de ira y seriedad intermitente—. No hemos matado a Lia y nos la hemos comido.

El jefe (Yeongyu) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora