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El agua caliente de la ducha recorría mi espalda de arriba a abajo colándose por los huecos más profundos de mi piel, limpiando y borrando todos los pensamientos que afloraban a la superficie mientras arrasaba con todo a su paso y el miedo cerraba cada uno de mis poros.

Los recuerdos de hacía unos minutos invadieron mi mente.

—Gracias por traerme a casa. —Le había dicho para despedirme. —Y por todo. —Señalé la sudadera negra con capucha que llevaba puesta.

No sé que fue lo que me removió por dentro de manera inefable, ver desde la proximidad cómo esos hoyuelos que tan memorizados tenían mis ojos se dejaban ver entre la sonrisa que me estaba dirigiendo y sus mofletes o que, a pesar de lo que había experimentado en la cena por culpa de su proximidad, no sentía la necesidad de huir.

Me incliné para darle dos besos de despedida, era la primera vez que mis labios rozaban su piel. Él se quedó petrificado permitiendo que fuese mi boca la que eligiese por voluntad propia el sitio donde depositaría el fugaz beso. Percibí cómo su respiración se entrecortaba, negando a sus pulmones realizar la tarea de oxigenar su cuerpo.

De nuevo esa fragancia varonil, que ese mismo medio día en su coche se había colado por mis fosas nasales, invadió mi espacio personal envolviéndome en la calma que Matías desprendía.

Tomé varios segundos prestados en los que mi nariz casi acariciaba su piel desnuda, envuelta por la suave oscuridad que se terciaba bajo su mentón. Tuve que luchar con uñas y dientes para no depositar otro cálido beso sobre el camino latente y aromatizado que había que recorrer para bajar de su cabeza a su hombro. Él pareció notarlo. Me reincorporé, quedando cara a cara con él.

Solo nos distanciaban unos centímetros.

¿Qué estábamos haciendo?

Juraría que, si hubiese grabado el sonido que el cierre de las válvulas de mi corazón generaba en forma de latidos, podría haberse creado la canción cabecilla del disco de un grupo rockero.

No sabía que me estaba pasando.

Solo sabía que no sabía nada pero, que a la vez, estaba empezando a saberlo todo aunque no quisiera darme cuenta de ello.

Me auto invité a posar la mirada sobre una parte de su anatomía en la que hasta ese momento no me había demorado. La nuez que se marcaba en su garganta subía y bajaba sucesivamente. Y sin si quiera darme cuenta su boca buscó la mía hasta que logró chocar con ella. Ni muy lento, ni muy rápido. Un beso deseoso, ansiado y cargado de furor, pero a su vez dulce y temeroso.

En un simple roce se percibía el miedo que reflejaban cada uno de nuestros movimientos.

Miedo de separarnos, de lo que estábamos haciendo.

Terror de sobrepasar la línea, de lo que pasaría después.

Los tirabuzones que formaban parte de mi flequillo se armaron de valor escapándose de mis orejas y colándose entre el hueco que apenas habitaba entre los dos, molestándonos. La mano que manejaba la palanca de cambios apareció delante de mis ojos apartándolos de mi frente. Poco a poco la dejó caer sobre mi cuello, instándome a acortar la poca distancia que nos separaba. El contacto de la yema de sus dedos con mi piel hizo que estremeciera haciéndome perder la poca cordura que, entonces, me quedaba.

Un suspiro entrecortado se escapó de entre mis labios. Creí notar cómo sus labios dibujaron una pequeña sonrisa y un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. Agarré su labio inferior entre mis dientes tirando de él hacia mí, arrancando un breve gemido de su boca. Con la mano que tenía libre apretó el botón del cinturón de seguridad haciendo sonar ese pitido que emitía el coche si uno de los abordados no lo llevaba puesto. Entonces, el ambiente que nos rodeaba divagó hasta traernos de vuelta a la realidad.

Me alejé de él cómo si fuese el fuego y yo alguien que teme quemarse.

El problema era que, por mucho que lo temiese, ya me había quemado.

Había salido corriendo, colándome entre los huecos que los árboles caídos prestaban, introduciéndome en el puto corazón de un maldito incendio forestal.

No fui capaz ni de mirarle a la cara. Desabroché mi cinturón a toda velocidad y bajé del coche lo más rápido que pude, entrando en el edificio sin mirar atrás.

Había jugado con fuego. Y quien con fuego juega, o se quema o corre el riesgo de quemarse.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora