42

2 0 0
                                    

Traté de coordinar mis pasos. Con lo torpe que era, capaz de que mis piernas se tropezasen la una con la otra haciéndome trastabillar y caer rodando por las escaleras.

Iba a ver a Matías. Iba a volver a verlo, a hablar con él, y aún no sabía qué decir.

Estaba con los antebrazos apoyados en el muro, tal y cómo estábamos la vez que, sin darme cuenta, empecé a volver a sentir. Desde nuestras posiciones él no podía verme. Estaba de espaldas, con la cabeza agachada y las manos perdidas en su nuca.

Chivatos tuvieron que avisarle puesto que al tercer piar de los pájaros giró la cabeza hacia mí, mirándome por encima de su larga y ancha espalda. Buscándome por detrás de mi piel.

Una brisa traviesa meneó los rizos redimidos de las pinzas que recogían mi pelo en un moño. Me hacían cosquillas así que levanté la mano para apartarlos. Sus ojos, despreocupados porque supiese que me estaba mirando, siguieron cada movimiento.

Sentí mi cuerpo estremecer cuando sus pupilas depararon en mi boca.

Terminé de subir el par de escaleras que faltaban y me acerqué a él cuando volvió a dirigir su cabeza hacia el frente. Creo que fue consciente de que con su mirada clavada en mí no sería capaz de mover ni un maldito músculo.

Me coloqué a su lado, imitando la pose de sus brazos. Rebeldes, los rizos, se volvieron a escapar de mis orejas cayendo sobre mis hombros cómo cascadas. Las puntas de los mechones tocaron su brazo. Él cerró los ojos y tomó una bocanada de aire.

—Hola —tomé rápidamente la palabra, con miedo de lo que él pudiese decir.

—Hola.

El mundo se me vino encima al escuchar el aire de su voz. Sonaba distinto. Estaba diferente. ¿Cansado? No, cansado no era la palabra. Más bien... apático.

No se que me dolió más, si su tono de voz, si no encontrar brillo en su mirada o, bien, no ver rastro de sus hoyuelos.

Sabía que no sería fácil el momento del reencuentro. Me había imaginado mil y unas posibilidades, de situaciones. Pero ninguna era así.

Me culpé por haber tardado tanto en intentar darle una respuesta pero también por haber puesto un pie sobre el primer peldaño. Me arrepentí de no haberle dicho antes lo que sentía, de no haberle dicho que sentía por él lo que tanto había evitado, pero también me arrepentí de haber subido esas escaleras.

—Matías...

—Vera...

Ambos nos interrumpimos.

—Déjame a mí —pidió en un susurro. No era necesario que hablase más alto, puesto que nuestras caras estaban a escasos centímetros—, por favor.

Acepté deparando mi mirada en el cielo, el sol casi había desaparecido.

—Lo último que quiero es causarte problemas —el tono que estaba empleando para cada palabra me alertó enseguida. Mi cuerpo se tensó y creo que, por cómo me miró, él se dio cuenta —, pero no podemos seguir así.

Sentí que tras sus frías palabras había una razón que empezaba a calentarlas poco a poco.

—Matías...

—Rizos, necesito saber si esto va a llegar a algún lado. —Sus ojos me miraban suplicantes. —Necesito saber si puedo mandarte un mensaje al despertarme, si puedo enseñarte una foto del cielo cada vez que Van Gogh me susurre al oído que lo ha pintado para nosotros. Necesito saber que puedo dejar de tomar tus labios como algo prohibido y besarlos con cada te quiero que salga de mi boca.

Un quejido se escapó de mi boca al escucharle decir esas palabras.

—Necesito, Vera... —Se tomó unos segundos antes de continuar. —Necesito saber que puedo decirte lo que siento sin que sea una amenaza para ti porque no quiero hacerte daño, pero me está —la voz se le quebró —rompiendo por dentro.

¿Qué se le dice a un niño que teme a las agujas y va directo a ponerse una vacuna? ¿Que se le dice a quien teme a las alturas y va camino al aeropuerto?

Sentí mi corazón desbocado tratar de buscar una respuesta. Me dolía verle así pero sentía que si abría la boca para darle lo que me pedía acabaría rompiéndole aún más.

El miedo se apoderó de mí. Sentí cómo todas y cada unas de mis extremidades se adormecían buscando una salida, una alternativa a tanto dolor. Buscando un descanso.

Sin haberles dado permiso, mis lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas advirtiéndole de lo que se venía.

Él apartó la mirada negando con la cabeza.

Quería decírselo. Quería poder decirle lo que en mi pecho había clavado, lo que en mi memoria había retenido y lo que en mi piel había trazado. Quería que me abrazara, y que no me soltara.

Pero es que no podía. No era capaz.


Matías

—Por favor, Vera... —Mi voz, rota al final de su nombre, hizo caer el velo que nos separaba desde que la había visto llegar.

Sus ojos, apiadados de los míos, brillaron sin saber de dónde les venía la luz.

—Crisantemos —fue lo único que dijo.

—¿Qué?

—Los crisantemos son mis flores favoritas. Son flores sumamente delicadas. Necesitan una serie de cuidados para lograr echar los pétalos. No les puede dar mucho la luz solar. Por las noches hay que mantenerlas entre diez y quince grados, si no, los botones florales se anularían y los pétalos nunca se generarían.

Sus ojos cayeron en los míos cuando el sol desapareció por completo tras el horizonte. Los colores del cielo empezaban a fundirse en el azul eléctrico, y las esferas de gas se impacientaban por salir.

Aguardé en silencio a que siguiese.

—Se quedaría vacía. Nadie entra a una floristería y compra la flor que no tiene pétalos. Nadie quiere una rosa con pétalos rotos, caídos —el temblor de sus manos hizo estragos en su voz. Sentí mi corazón quebrarse cuando vi una lágrima rodar por su mejilla —, tediosa de cuidar. Tendemos a buscar lo sencillo, lo fácil. Aquello que es perfecto sin la necesidad de controlar la temperatura o las horas solares. Nadie quiere una flor que necesita tantos cuidados para mostrar su belleza, una que acaba de ser devastada por un vendaval, arrancándole todos los pétalos uno por uno, dejándola vacía, teniendo un jardín repleto de rosas preciosas y completas.

Sus palabras hicieron sacudir mi corazón con fiereza. No estaba hablando de flores. No estaba hablando de crisantemos, ni de rosas. Estaba hablando de ella.

—Pero, aún así, son tus favoritas.

—Así es. —Se mordió el labio inferior por dentro.

—No creo que los crisantemos estén vacíos.

A juzgar por cómo me miraba, creo que ella sabía que no estaba hablando de flores.

—Lo están.

—No, solo necesitan dar con alguien que sepa tratar bien las raíces de una flor. Que sepa que espina debe cortar. Necesitan a alguien que sea capaz de diferenciar entre lo vacío y lo ausente, porque no es lo mismo nunca haber tenido, que haber tenido pero estar en periodo de ausencia.

Otra lágrima se resbaló por su mejilla. Preso de sus suspiros, alargué el brazo hasta robarle humedad con la punta de mis dedos.

—Marchitadas, Matías. —Escuchar mi nombre de su voz me arrebató un escalofrío. —Están marchitadas.

Negué con la cabeza antes de incorporarme y sostener su cara entre mis manos.

—Inmarcesible, rizos —el frágil hilo de mi voz salió en un susurro —. Eres inmarcesible, solo tienes que exceder al miedo. 

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora