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Matías

—No es más digno de la victoria quien menos batallas pierde, si no quien sabe encajar los golpes y aprender de ellos, rizos.

Sonrió haciendo que un calor agradable se me instaurase en el pecho. Poder volver a ver su sonrisa tras tanto tiempo fue cómo el rayito de sol en mitad de una tormenta. Ella era eso, un lugar en el que estar seguro.

Pero mi alegría duró poco. Empezó a mecerse nerviosa, recogiendo sus piernas junto al pecho y moviendo sus rizos de un lado a otro. Al verle cerrar los puños con fuerza no me lo pensé dos veces.

—¿No es eso solo, verdad?

Ella levantó la mirada sorprendida. Percibí que había pasado de apretar los puños a morderse el labio inferior.

—Rizos —susurré, pero no recibí respuesta. Era cómo si su mente se hubiese separado de su cuerpo —, rizos —alcé un poco más la voz, con cuidado de no despertar a los animales.

Noté mi corazón resquebrajarse al ver cómo sus ojos derramaron un lágrima. Una sola. Dejando claro que se estaba conteniendo.

—Rizos —me aproximé a ella los pocos centímetros que quedaban entre nosotros —, aquí solo estamos las estrellas y yo —le recordé. Ni si quiera sé cómo fui capaz de hablar por encima del nudo que tenía en la garganta. —Y nosotros no juzgamos.

Creo que esa fue la clave. Levantó la cabeza dejándome ver un destello en su mirada que nunca antes había visto. Algo que me hizo estremecer, algo parecido a la apatía. Al vacío.

—Hace... —comenzó a narrar con la vista perdida en el tic nervioso de sus dedos —hace unos años conocí a un chico en una fiesta. Acababa de cumplir los dieciséis, siendo la última de mi grupo de amigas, y habían anunciado que celebrarían un día especial para que menores pudiesen disfrutar de las fiestas a las que usualmente no podían ir. Mis amigas se pusieron muy insistentes, no querían desaprovechar la oportunidad de "ser mayores". Al principio, intenté buscar excusas, no me apetecía nada. Yo solo quería quedarme en casa leyendo o ir a alguna cafetería con mi hermana. Pero, para mis amigas, si no iba, estaría fuera del grupo porque me perdería todo lo que pasase.

Sentí mi cuerpo temblar al escuchar una risa sarcástica de su boca.

—Tuve que insistirle a mi madre durante una semana para hacerle creer que me apetecía. Ese día llegamos de las primeras. Mis amigas habían optado por embutirse en vestidos que les quedaban cómo si fuesen las modelos de la tienda, yo me decidí por un mono vaquero que dejaba a la vista solo mis hombros. Recuerdo sentirme ridícula al lado de ellas —posó su mirada por primera vez, desde que había empezado a hablar, sobre mí —Te juro, Matías, que nunca antes me había sentido así. De repente, la seguridad que creía haber tenido en mí misma se esfumó en cuanto las vi aparecer a todas súper arregladas en la puerta de la discoteca.

Tomé sus manos heladas y empecé a calentarlas con las mías. Aunque, me temí que el temblor no era por culpa del frío. Aún así, preferí no dejar de hacerlo.

—Entramos tras esperar una media hora de cola. Al entrar, la gente mayor, que se suponía que ese día no debía estar, llenaba la pista y esperaban la cola para comenzar las rondas. Mis amigas —no se me escapó el detalle de que escupió esa última palabra —no parecían muy afectadas, al contrario, parecía hacerles gracia que de verdad fuésemos a estar con los mayores. La primera hora tampoco estuvo mal, cómo éramos menores no podíamos beber así que la pasamos bailando entre risas en la pista. El problema vino cuando un chico de unos... —se paró a pensar antes de añadir: —de unos veinte años se acercó a nosotras. Mis amigas se quedaron congeladas, impresionadas ante la idea de que un chico mayor quisiese pasar tiempo con nosotras.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora