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El cielo de los perros - Dani Martín

—¿A dónde vamos? —saqué el estuche de la guantera.

—Ay, rizos... ¿Todavía no has aprendido que eso no se pregunta? —murmuró burlón.

—O me lo dices o...

—¿O qué? —inquirió con picardía.

—O pongo... —eché una mirada a los discos —El cielo de los perros —amenacé levantando el disco de Dani Martín pensando que contra eso no se podría negar. Cada vez que la escuchábamos acababa con las lágrimas saltadas.

—Venga —me alentó con un gesto de cabeza sin separar la mirada de la carretera —, ponla.

—¿Seguro? —pregunté acobardándome. Realmente yo no la quería escuchar —Que la pongo, eh...

—Ponla, ponla. Yo no pienso decir nada.

Tres minutos más tarde, el interior del coche estaba inundado por las risas de Matías y mis llantos.

Repetí las palabras de Dani con cara de puchero mientras las lágrimas me humedecían la piel.

—¿Por qué me has hecho ponerla? —le culpé.

Él soltó una carcajada.

—Pero si has sido tú la que querías...

—Porque se suponía —sorbí la nariz —que dirías a dónde vamos para que no la pusiera.

—¿No me digas? —rió por encima de la música.

—No te rías, no tiene gracia —farfulle aunque, en realidad, sí que la tenía. Me había salido el tiro por la culata.

No me había dicho a dónde íbamos y había acabado llorando.

—Así aprendes a no ser tan impaciente... —me miró de reojo divertido.

—Así aprendes a no ser tan impaciente... —le imité con un tono de voz sarcástico, lo cual solo le arrancó otra retahíla de carcajadas —En estos momentos, te odio —entrecerré los ojos.

—En estos momentos, te quiero —respondió él dejándome anonadada. Era la primera vez que esas dos palabras se colaban entre nosotros siendo reales. La primera vez que me las decía o, al menos, en forma de ocho letras.

***

—Wow —susurré sin saber a dónde mirar.

Paneles gigantes que hacían de pared dejaban ver las obras más especiales de nuestro pintor, de Van Gogh. Acabábamos de entrar a una habitación llena de girasoles.

—¿Cómo se llama ésta? —le preguntó Matías a una de las trabajadoras que rondaba por la estancia.

—Los girasoles —respondió ella.

—Sí, ¿cómo se llama? —insistió él.

Yo estaba dos pasos por detrás suya.

—Los girasoles —volvió a responder la chica.

—Ya, ya veo que son girasoles, me refiero a... —dejó de hablar en cuanto se dio cuenta —Comprendo, Los Girasoles —aceptó a la centésima vez que la chica dijo el nombre de la serie de Van Gogh.

En ese momento, fui tan manojo de carcajadas que la chica tuvo que dirigirse a mí para que bajase el volumen, lo cual solo fue más desastroso porque saber que no podía reírme me hacía tener aún más ganas de hacerlo.

Me llevé todo el recorrido burlándome entre risas ahogadas ganándome miradas de reojo de la gente pero mereció la pena solo por ver la cara de Matías. No paré de reír hasta que llegamos a la última serie.

A nuestra serie.

Me giré hacia él para asegurarme de que él estaba viendo lo mismo que yo en cuanto dejamos atrás El dormitorio en Arlés para ver miles de estrellas por encima de nuestras cabezas, pero, a diferencia de mí, él no había estado mirando La noche estrellada que Van Gogh nos había bajado del cielo, si no que me estaba mirando a mí.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora