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Me armé de valor para dirigirle hasta donde habíamos empezado. Sus ojos me miraron confusos pero, a la vez, nítidos.

Sabía perfectamente en qué estaba pensando porque me conocía demasiado bien.

—¿Estás segura? No tenemos que hacerlo, no es necesario. —Levantó su mano para dejar caricias sobre mi piel sonrojada.

Me mordí el labio inferior y, tras asentir con la cabeza, dije:

—Estoy segura —intenté hacerle ver con la mirada que hablaba enserio —. Quiero hacerlo.

Eso fue lo que faltaba para que ambos terminásemos de cruzar la línea. La línea que nos había distanciado desde el principio.

Poco a poco, entre caricias y besos sobre la piel, acabamos tumbados sobre esas sábanas entre las que tanto había llorado hacía no más de doce horas. La yema de sus dedos trazaban mi piel cómo si, a pesar de nunca antes haberlo hecho, se la supiese de memoria.

Estuvimos unos diez o quince minutos abasteciéndonos de besos, caricias y miradas sinceras. El silencio de la habitación se veía profanado por nuestras respiraciones que empezaban a impacientarse. Sus manos viajaban atropelladas por mi cuerpo, de arriba a abajo, de un lado a otro. Yo intenté hacer lo mismo con el suyo pero la armonía de sus movimientos me hacían perder la cordura poco a poco.

Entonces, paró y su mirada regresó a la mía.

—¿Seguro que es lo que quieres? ¿Estás segura? —sus ojos derrochaban deseo y eso solo me hacía confirmar mis sospechas.

Quería hacerlo. Estaba segura.

Asentí sin ser capaz de mentar la voz por culpa de la desconocida, hasta ese momento, lujuria.

Y, entonces, cuando creía que ya lo había sentido todo, cuando creí que mi vida había cambiado al completo tras sentir sus besos húmedos en mi piel, tras sentir sus caricias por todo mi cuerpo, comprendí que me equivocaba porque, en cuanto su cuerpo se hubo fundido con el mio, el miedo que de mí tanto tiempo se había alimentado se esfumó dejando un rastro. Un rastro de alivio, de esperanza. Un soplido que, sin dificultad, me dejó la puerta abierta permitiéndome salir de la cárcel en la que llevaba años sumida.

Cuando sus manos pasaron de estar enredadas en mis piernas a acariciar mi cara anticipándola de un beso supe que ya estaba todo perdido.

Estaba perdida.

Perdida en él.

Perdida en lo que significábamos.

No quedaban más que suspiros entremezclados, gemidos efusivos y besos cálidos. Su boca viajaba de mi vientre a mis labios, dejando un rastro de pasión. De furor. De calma.

Tras arquear mi espalda hacia él, ansiosa de eliminar cualquier espacio existente entre ambos, mis piernas me advirtieron anhelantes de lo que tarde o temprano iba a pasar. Estaba a punto de explotar.

Su aliento en mi oido fue lo que faltaba. Una oleada profunda recorrió mi cuerpo de pies a cabeza, meciéndonos en el crepúsculo que la ventana dejaba entrar a la habitación. Mis extremidades, adormecidas por la reciente ola de placer, me dejaron exhausta sobre el colchón. Mi respiración entrecortada, acompasada con la suya, dejaba salir pequeños suspiros de mis labios.

El misterio de su cuerpo desapareció terminando de hundirnos en el mismo mar. Matías se dejó caer a mi lado, con un brazo bajo mi cuello y el otro rodeándome hasta tocar con la mano la parte superior de mi vientre.

—¿Estás bien? —preguntó temeroso de la respuesta. Y, aunque estaba desnuda ante él, sus ojos no abandonaron los míos.

—Mejor que nunca —desvié la mirada de la luna a sus ojos brillosos. Los dos hoyuelos no tardaron en aparecer, dejando ver su sonrisa. Acabó contagiándome tras recorrer la piel de mi hombro a la boca con suaves besos.

Esa noche, bajo la luz de la luna, acompañada de la estrellas, su nombre cobró sentido. Él era Matías. Era caos. Era calma.

Era todas esas cosas que separadas parecen dignas de catástrofes, pero cuando se juntan crean el paisaje más bonito del mundo. Porque quizás, no todos los desastres tienen finales amargos. Porque el desastre puede ser el principio de algo grande.

Matías era mi desastre. Era luz. La luz que me había alumbrado tras años de oscuridad.

Esa noche hicimos el amor una vez por cada año que duró la rosa encantada hasta que Bella y Bestia aprendieron a amarse.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora