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Pegué un salto de la cama al escuchar la notificación.

Matías🐾🩺: Estoy en la puerta.

Habían pasado unos quince minutos desde que había hablado con él por teléfono. El miedo me recorrió por dentro. ¿Qué iba a encontrarme cuando abriese la puerta?

Tomé aire antes de mirar por la mirilla; para cerciorarme de que, en efecto, era él; y giré la llave con sumo cuidado para no hacer más ruido del necesario.

Me quedé paralizada al verle.

Estaba... estaba abatido.

—Matías... —susurré porque, prácticamente, mi voz había desaparecido.

Escuchar mi voz le tuvo que hacer salir del trance en el que había entrado porque se lanzó a mis brazos cómo nunca antes lo había hecho. Su corazón encogido me dejaba claro que fuera lo que hubiese pasado le había destrozado.

Y eso me atemorizaba.

Cómo pude tiré de él hacia dentro y lo escurrí hacia mi cuarto cerrando cuantas puertas pudiese para que desde el salón apenas se escuchase nada. Le senté en la cama y con una toalla mojada le di suaves toques por la frente, cuello y muñecas en un intento de que volviese en sí, claro que en las películas se usaba cuando la persona estaba ebria.

—Estoy aquí, Matías —le dije las mismas palabras que me dijo él a mí cuando me encontró hacía meses en la parada de autobuses mientras le acariciaba con delicadeza por encima del pelo alborotado.

—No... —fue lo primero que dijo. Levantó la cabeza y me miró.

Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo al ver sus ojos irritados por haber estado llorando. Por si no estaba ya demasiado conmovida por la situación, eso fue suficiente para notar cómo las lágrimas me desgarraban por dentro pidiéndome dejarlas salir.

Pero no les di permiso.

—Estaba muerto —repitió esas palabras que antes me habían dejado sin aliento—. Estaba muerto. Estaba muerto —repitió de forma continua mientras se daba pequeños golpes con el interior de la muñeca en la frente.

—Matías. Ey —intenté captar su atención para hacerle salir del bucle en el que había entrado —, estoy aquí. Mírame. —Agarré su cabeza con ambas manos obligándole a mirarme.

Con las lágrimas rebosándoles de los ojos, añadió:

—No se movía, Vera —al pestañear, las lágrimas cayeron cómo cristales rotos sobre mis manos.

—¿Quién? —pegué mi frente junto a la suya exasperada por hacerle saber que estaba ahí. Con él.

—Mi hermano. Mi hermano estaba muerto —reveló, por primera vez, haciendo que el alma se me rompiera en mil pedazos.

—¿Estaba? —pregunté con el corazón a mil.

—Llegué al hospital y... y... —murmuró con la mirada perdida —. Había muchos médicos, yo... —ni si quiera le salían más lágrimas —Yo no sabía que hacer... Estaba...Estaba asustado. Nos dijeron que saliésemos de la habitación.

Escondí su cabeza en mi pecho intentando protegerle de cualquier dolor.

—¿Eso fue? —comprendí, por fin, qué era lo que le había hecho alterar días antes por teléfono.

—Mi hermana me llamó diciéndome que había entrado en parada.

—Oh, Matías...

—Cuando llegué no se movía más allá que por las descargas que los desfibriladores le pasaban a través del pecho.

Temblé al pensar en cómo tuvo que haberlo pasado, en cómo estaba pasándolo.

—Estaba... inerte. Sin vida. No era él, no lo era.

—Pero... —no tuve valor de hacer la pregunta, así que agradecí que él la contestase sin hacerme preguntarla.

—Rehabilitarlo. Consiguieron —soltó atropelladamente.

Solté el aire que había estado conteniendo en los pulmones al comprender lo que significaban sus palabras. Habían conseguido mantenerlo con vida.

—Shhh... —susurré acostándonos a los dos sobre la colcha comprendiendo, tras su silencio, que necesitaba descansar.

Llevaba desde que le había conocido fantaseando con la idea de dormir abrazada a él y, ahora que lo había hecho, lo recordaría para siempre cómo la segunda peor noche de mi vida.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora