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Quedaba solo media hora para las ocho y aún no estaba ni vestida. Matías había respondido al mensaje que Helena había mandado con un "A las ocho en tu casa".

No podía decirle que la emisora de ese mensaje no había sido yo. Primero porque me parecía cruel y, segundo, porque realmente tenía ganas de verlo. Al fin y al cabo, tendría que agradecerle a Helena que me empujara a hacer aquello que por mí misma nunca habría sido capaz.

Al salir de la ducha quedaban quince minutos y; un rato después; vestida, peinada y envuelta en el chaquetón solo quedaba ver su coche aparecer por la calle.

Por aquella fecha del año, las calles estaban decoradas con luces de navidad y los bares abrían hasta tarde, así que no me preocupó demasiado que el sol ya se hubiese escondido. Aún así, no tuve que esperar mucho ya que las luces del coche no tardaron en alumbrar toda la calle.

Matías aparcó en la cera de enfrente, así que me apresuré a llegar a él. En cuanto lo hice, una oleada de alivio me recorrió de arriba abajo. Tenía puesta la calefacción. Fuera, a pesar de parecer un esquimal, hacía un frío que calaba los huesos.

—Hola —saludé sin si quiera poder ver más allá de los pelos del chaquetón. Tenía la cabeza aún escondida.

—Hola —elevó las comisuras de la boca. —¿Sabes? He pensado en ir a visitar los Iglúes que hay en la casa de Papá Noel —bromeó tratando de aguantar la sonrisa.

—Ja. Ja. Ja —farfullé —. Muy gracioso.

—No te enfades, estás muy guapa.

Y, de pronto, el frío desapareció para dejar lugar al calor. A un tipo de calor que últimamente estaba experimentando bastante.

—Bueno, ¿lista? —murmuró mientras arrancaba de nuevo el coche.

No respondí, simplemente, me tomé la libertad de seleccionar la música que íbamos a escuchar.

***

Noté cómo, sorprendentemente, Matías me miraba, de vez en cuando, de reojo. Lo sabía por cómo mi perfil izquierdo cosquilleaba.

Llevé los rizos sueltos del moño alto hacia mi oreja, dejándole más campo de visión. Eran pocas las veces que me había apetecido jugar a eso, pero había notado que, cuando lo hacía, él se ponía un poco nervioso.

Aunque, seguro que no más de lo que me ponía yo.

Cuando di con el disco perfecto, encendí la radio, le di a un botón y llevé el disco hasta la ranura. A él le apareció una sonrisa en los labios haciendo que se le formasen esos hoyuelos que, en algún momento, había antojado cómo míos.

—¿A dónde vamos? —inquirí intrigada al mismo tiempo que los acordes de la canción rompían con el silencio.

En el mensaje que le mandó Helena solo había puesto que tenía ganas de verle. Él fue quien sentenció la hora y el lugar, así que estaba completamente a ciegas.

—Ahora lo verás —respondió burlón.

—Venga, una pista.

—Si te lo digo, tienes que darme algo a cambio.

—Sí, venga, vale. Dime, lo que quieras.

Desde pequeña había llevado muy mal eso de la sorpresas. En mis cumpleaños siempre había acabado sabiendo los regalos antes de tiempo. Bien porque buscaba por todos los rincones de la casa para encontrarlos hasta el punto de haberme sabido de memoria todos los escondites o, bien, directamente les preguntaba a mamá, papá o a Eli. Esta última era el punto clave.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora