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Matías

Me despedí de Marta y me monté en el coche lo más rápido posible. Se me caló unas tres veces hasta que conseguí sacar el coche del estacionamiento.

—No. No. No —espeté sucesivas veces.

Eso no podía estar pasando.

Me incorporé a la carretera con las lágrimas emborronándome la visión. Tardé cinco minutos menos de los que solía tardar. Estuve, quién sabe si cinco o veinte minutos esperando, debatiendo si bajarme del coche o no, si esconderme en un recoveco o enfrentarme a la realidad.

Los dedos de la mano derecha repiqueteaban, nerviosos, sobre el cuero sintético del volante y los de la mano izquierda despeinaban mi, ya revuelto, pelo entre sacudidas.

—No puede ser —susurraba en un hilo de voz que dejaba claro que, en cualquier momento, acabaría rompiéndome. —¡No puede ser! —repetí proyectando, quizás, demasiado la voz y golpeando el volante con las dos manos.

Empecé a notar cómo la presión que se había establecido en mi pecho al leer el mensaje desaparecía para dejar lugar a un pinchazo constante.

No podía respirar.

No podía.

Dolía.

Ardía.

Chillé lo más fuerte que pude y lloré cómo nunca había llorado. Solo cuando se encendió la pantalla del teléfono, que había revoleado en el asiento del copiloto nada más subirme al coche, me armé de valor para salir.

No estaba preparado.

¿Pero quién lo está cuando hablamos de enfrentarnos al miedo?

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora