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Matias

Debo admitir que las cosas con Vera estaban yendo muchísimo mejor de lo que me había podido imaginar. Tras aquella conversación en la azotea de Marta, parecía que Van Gogh hubiese querido pintarnos en un lienzo sobre blanco. Para empezar de cero. Esa tarde fue nuestro punto de inflexión.

Ya había pasado una semana desde nuestra expedición nocturna por el retiro, desde entonces me permití mandarle alguna foto del cielo de vez en cuando, a lo que ella siempre respondía con otra foto y, así, empezaba de nuevo nuestra competición por ver quien sacaba al cielo con los mejores ojos.

Siempre ganaba ella.

Pero nunca se lo admitía.

—¿Has comprado lo que te pedí? —preguntó mamá desde el sofá cuando entré en casa tras toda la tarde trabajando. Tan pronto cómo dejé el móvil en la mesita mi sonrisa se esfumó.

—Se me ha olvidado. —Mentira. No se me había olvidado. Mi memoria funcionaba perfectamente.

—¿Otra vez? —su forma de hablar derrochaba desprecio.

Cuando pasó lo de Ben, mamá se refugió en el alcohol. Al principio cedía. Sabía que para ella era igual o incluso más doloroso que para nosotros, así que las primeras veces me decía a mí mismo "Si la calma, ¿qué más da?" "Tampoco es para tanto" "Un poco no le hace mal a nadie" "Así le duele menos" Y acababa comprándole cualquier botella del supermercado. Hasta que un día Ben tuvo una recaída y nos pasamos todo el día en el hospital. Al volver a casa, mamá estaba tirada en el sofá con dos botellas vacías y lo primero que dijo al vernos fue "¿Me la has traído?".

Sabía que la culpa era mía por haber cedido las primeras veces pero no pude evitar que la sangre me hirviera hasta parecer querer evaporarse.

"Deberías haber estado allí y no tirada en el sofá abrazada a botellas de vodka que llevan semanas vacías" le dije.

Aún recuerdo cómo su mirada herida se clavaba en la mía. Me fustigué por no haberme guardado, cómo había hecho hasta entonces, ese pensamiento que me carcomía por dentro y que me hacía sentir la mayor mierda del mundo y un puto egoísta.

—Qué sabrás tú sobre lo que me conviene...

Unos esbeltos dedos se enrollaron en mi brazo llevándome hasta la cocina.

—Sabes que no es ella la que habla.

—Lo sé.

—Lo está pasando mal.

—Lo sé.

—Nos necesita.

—Lo sé.

—¿Puedes dejar de responder con las dos mismas palabras todo el rato? —suspiró abriendo el armario de la despensa —Parece que no me estés escuchando.

—Perdona.

Elena cada día se parecía más a mamá. El cabello oscuro le enmarcaba a la perfección todas las facciones y la tez extremadamente clara hacía que los ojos color café resaltasen aún más.

—Te entiendo. Sé muy bien que es complicado pero no podemos hacer más que esperar a que ella misma sea la que abra los ojos.

Asentí con la cabeza. Aunque, muy en el fondo, si que pensaba aquello que dije. ¿Que habría pensado Ben si al despertarse hubiese estado rodeado de enfermeros y medicas pero ni un solo rastro de su madre?

—Estoy cansado, Elena. —Noté formarse el nudo de la garganta.

—Lo sé, Matías.

—Perdona —la acogí en un abrazo y me lamenté, nuevamente, por no haber podido contener mis emociones.

Cuando regresé a mi cuarto me recosté en la cama sin si quiera haberla destapado. Dejé la persiana levantada y observé las brillantes esferas de gas sumidas en el silencio.

Deseé seguir estando agarrado de su mano, allí dónde las estrellas no juzgaban.

Donde los problemas desaparecían y solo quedábamos nosotros.

Donde solo éramos dos mortales, y ellas.

Me alimenté del recuerdo de su sonrisa y me refugié en nuestra canción, cayendo rendido a tres acordes de terminar.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora