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—Dios, esto está buenísimo —aclamé mirando hacia Lucas.

Helena se lamió los labios tras rebañar lo que quedaba en su plato y soltó un breve sonido.

—Te falta el orgasmo.

Lucas y yo nos miramos aguantándonos la risa. Sin embargo, Helena le lanzó una mirada asesina.

—Eres odioso —refunfuñó llevando su plato al fregadero.

—Y tú poco creativa —atacó su hermano sabiendo que ella entraría al trapo. Lucas y yo íbamos moviendo la cabeza mirando a quien tuviese la palabra, parecía que estuviésemos en un partido de tenis.

—Idiota.

—Cambia de insulto, quizás a la próxima consigas sorprenderme y todo. —Abrió la boca cómo se estuviese pronunciando una o.

—No sé cómo llevo diecinueve años aguantándote. Eres insufrible.

—Mira —siguió con un atisbo, lógicamente irónico, de orgullo —, ese no lo había escuchado nunca.

—¡Agh! —se exasperó ella dando por terminada la conversación al marcharse de la cocina.

—Bienvenido de nuevo, Lucas —sonreí entre carcajadas.

***

—Tienes algo ahí... —Señaló mi cabeza desde la lejanía.

—¿Qué? ¿Dónde?

Intenté quitármelo dándome manotazos.

—Para, para, bruta. —Matías dejó el trapo sobre el mostrador y se acercó a mí. —Aquí... —Alargó la mano y con la punta de sus dedos retiró el trocito de papel que habían atrapado mis rizos. —Ya está.

Su mirada descendió unos centímetros hasta deparar en mi boca. Aleteé la mirada, nerviosa.

—Gracias.

Él sonrió y volvió a lo que estaba haciendo dejándome clavada en el sitio. Le seguí con la mirada mientras seguía limpiando. ¿Desde cuando los músculos de los brazos se le marcaban tanto? ¿Los de la espalda siempre se le contraían cuando se inclinaba? Me obligué a seguir a lo mío. Pusimos música en los altavoces y, mientras cantábamos por Hombres G, esperamos a que Marta llegase.

—Ohh, esto es... —Sus ojos se abrieron con sorpresa cuando llegó.

La entendía. Cuando Matías me propuso hacer el evento en el bar donde me llevó con sus amigos pensé que era un disparate, pero, la verdad, era perfecto. Jorge, el dueño, nos había dado permiso para hacer espacio en una de las salas. Matías eligió una nada más llegar, ni si quiera dio lugar a dudas.

Era un karaoque.

—Esto es perfecto. —Marta recorrió el pasillito que habíamos dejado entre sofá y sofá para poder acceder al escenario sin dificultad. —Es perfecto.

Él me miró fugazmente esbozando una sonrisa, una de esas que esbozan los niños al ver el montón de regalos de reyes esperándoles para ser abiertos, con ilusión. Elevé un poco, solo un poco, las comisuras de la boca, lo suficiente cómo para que él pudiera apreciar que estaba sonriendo.

Y así, Matías, me había vuelto a sacar una sonrisa.

***

Terminamos de preparar el evento a eso de las ocho de la tarde, llevamos a Marta a su casa y, antes de volver a la carretera, me miró.

—¿Tienes hambre?

—Un poco, la verdad. En cuanto llegue, —me puse el cinturón —lo primero que voy a hacer es comer.

—Em... —Se llevó la mano que tenía dejada de caer en la palanca de cambios hasta la nuca. —¿Te apetece ir a algún sitio? Podemos comer TacoBell.

Guardé silencio mientras mi mente no paraba de gritar.

—Si quieres, claro. Si no, cada mochuelo a su olivo. —Al ver que yo aún no respondía, continuó nervioso. —Sí, eso es lo mejor. Olvídal...

—No, no. Está bien, perdona —le interrumpí —. Estaba en las musarañas.

—¿En las qué? —Arrugó el entrecejo haciéndome soltar una pequeña carcajada.

—Nada, nada.

—¿Entonces? —Sus ojos parecían hacer el amago de brillar, pero había algo que se los impedía.

—Vamos —dije antes de que, por fin, sus ojos refulgiesen.

***

—No pensaba que fuese a haber tanta gente —murmuró asomándose por encima del volante.

Desde el aparcamiento se podía ver lo abarrotado que estaba por dentro. Todas las mesas estaban cogidas y, si alguna quedaba libre, una panda de niños corrían a hacerse con ella.

—La verdad, nunca lo he visto así. —Le imité mirando hacia el interior.

—¿Qué hacemos?

—Pues no se. Podemos ir a otro sitio.

Él masculló como si la idea no le hiciese mucha gracia. Tamborileando con los dedos sobre el volante se mantuvo en silencio unos segundos.

—¿Te importa esperar un poco? —preguntó girándose hacia mí.

Negué con la cabeza a pesar del sueño que tenía, quería disfrutar de esos pequeños momentos que marcaban la diferencia.

Quería vivir, y, eso, era lo que iba a hacer.

—Entonces...

Se puso de nuevo el cinturón dejándome algo aturdida. Arrancó el coche de nuevo y salió del aparcamiento, pero, en vez de insertarse en la carretera, se colocó en el TacoBellAuto.

—Espero que te gusten los picnics —dijo sonriendo de lado, sin mirarme.

No fui yo, fue la niña de quince años la que sonrió.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora