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Salimos del local a eso de las doce de la noche. La juventud, que no éramos precisamente nosotros, estaban saliendo en ese momento de sus casas para juntarse con sus amigos a tomar algo.

Ben al día siguiente tenía cita con su fisioterapeuta temprano y Lena trabajaba en el turno de mañana. Nos despedimos de ellos antes de que se montasen en el taxi.

—Estás muy callada —sentenció Matías tras darle una patada a una piedra que había por el suelo.

—¿Yo? Que va —me mordí el labio.

—¿Ha pasado algo? Llevas un rato extraña... —tenía la cabeza cabizbaja.

Negué con la cabeza pero no tuve el valor de responder en voz alta. Matías me conocía demasiado bien cómo para saber cuando estaba mintiendo.

—Ha sido demasiado... —sacó conclusiones por sí mismo —No debería haberte traído —maldijo para sí —, perdona. Yo...

—Matías —me detuve a cogerle las manos para que me atendiese —, no ha pasado nada —obligué a mis labios a formar una dulce sonrisa.

—¿Seguro? —preguntó impaciente.

—Seguro —llevé un brazo a mi espalda, mientras cruzaba los dedos de la mano, y le di un abrazo con el otro.

—Menos mal —suspiró —, no quería incomodarte. ¿Qué tienes pensado hacer mañana? —cambió de tema. Su mano se permitió abrirse hueco entre nosotros y coger la mía mientras paseábamos por las callejuelas de la ciudad.

Deseé que no llegásemos al hotel nunca, encontrar la excusa perfecta para desaparecer por las calles de la ciudad gaditana. Deseé no encender nunca más las luces si así podía ver para siempre las estrellas.

Pero estábamos frente al que era mi hotel, hacía unas horas que había decidido regresar a Sevilla tras la charla con Lena y las farolas desperdigadas por la calle provocaban contaminación lumínica hasta el punto de no poder ver ni el atisbo de una de las miles estrellas.

—¿Rizos? ¿Seguro que estás bien?

El cosquilleo que tenía en el pecho desde hacía horas, segundos más tarde, acabó convirtiéndose en apresurados latidos y, de pronto, en falta de aire.

¿Qué iba a decirle? ¿Que estaba apunto de dejar marchar a la persona por la que más había sentido en toda mi vida? ¿Que no podía tocar su piel sabiendo que, al día siguiente, se borraría su rastro de la mía? ¿Que me dolía el corazón de pensar que pudiera llegar a herirle? ¿O que estaba a punto de ser la más cobarde de la historia?

—Seguro —mentí.

Supe que realmente no me creyó. Sus ojos me lo decían. Creo que fueron las ganas que tenía de que fuera cierto lo que le alentó a decir:

—Mañana nos vemos, entonces, ¿no?

Tuve que reprimir mis emociones para no lanzarme a sus brazos y ahogar en lágrimas todo lo que no me había atrevido a decirle. Tuve que calmar la ansiedad que recorría mi cuerpo en forma de hormigas corredoras para que, al decir la mayor mentira que había dicho nunca, la voz no me temblase.

—Sí —tragué saliva para dirigirla mejor.

—Genial —dejó un dulce beso sobre mi frente.

Cerré los ojos cómo si, de pronto, sus labios ardiesen hasta que, al notar el frío sobre mi piel, los abrí para ver cómo se alejaba.

Para recibir un último adiós.

Para ver cómo se marchaba con una sonrisa en los labios sin saber que ese beso había significado un "te quiero", y que el abrazo había significado un "adiós".

Sí, sus labios me habían quemado, pero el dolor de una brasa era incomparable con el dolor de un corazón resquebrajado en dos mitades. Dos mitades que, una vez separadas, serían imposibles de juntar porque él tendría una de ellas para siempre.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora