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—¡Si! No sabes lo guay que es la casa. Además, Helena y Dani no son ningunos psicópatas.

Emitió un suspiro.

—Eli... —suspiré imitándola —no hace falta que te diga más que nunca preferiré estar en un sitio dónde tu no estás. ¿Verdad?

Mi hermana emitió una breve afirmación.

El trayecto del autobús me lo pasé charlando con ella sobre cómo nos había ido a cada una. Ya había pasado una semana desde que había llegado y parecía ir empezando a acomodarme.

La relación con mis compañeros de piso era bastante buena, las clases empezarían en dos días y ya había ido de voluntaria a la protectora de la que mamá había recopilado información en la carpeta.

Cuando el autobús llegó a la parada me despedí de ella y tomé el mismo camino que llevaba recorriendo esos días. Abrí la puerta de hierro que daba a la calle y entré en la casa para dejar las bolsas de pienso que había comprado sobre la encimera. Unas patitas me golpearon las piernas y, al girarme, vi la carita emocionada de Queso.

—¡Holaaa! —saludé a la bola de pelos agachándome hasta quedar a su altura.

Él movía la cola contento y ladraba mientras me rascaba con las patitas para que no parase de acariciarle.

—No comprenderé nunca que es lo que hiciste para tenerle así en menos de una semana.

—Hola, Marta —saludé con una sonrisa acercándome a ella para abrazarla.

Marta se dedicaba a recoger a los animales abandonados de la calle, los cuidaba y les buscaba una familia. Ya había dejado caer un par de veces que estaba deseando poder jubilarse para no tener que dejarlos solos tanto tiempo, pero de hacerlo no tendría dinero para mantenerlos.

En cuanto la conocí supe que, a pesar de la gran diferencia de edad, sería una de las mejores amistades que me llevaría de allí.

—Eres una chica muy especial, Vera. —Cobijó mi mano entre las suyas. —Hasta los animales se dan cuenta de ello.

Sonreí sin llegar a creerme sus palabras.

—Bueno, chica, te tengo que pedir un pequeño favor —cambió de tema —. El otro día llamó un muchacho, pidiendo si podía pasarse por aquí.

—Eso es bueno, ¿no?

Ella asintió antes de añadir:

—Me comentó que quería pasarse por aquí para superar uno de sus miedos.

Fruncí el ceño sin comprenderla.

—Viene a superar su fobia a los perros.

—¿Y yo tengo que...?

—Que estar con él hasta que la supere, claro —su sonrisa seguía intacta.

—¿Voy a tener que ser la niñera de un tío?–—pregunté más para mí que para ella.

—Oh, cariño. A lo mejor me lo agradeces y todo... —apuntó con voz pillina.

—¡Oye! —repliqué haciéndole soltar una risita que, muy a mi pesar, era bastante dulce.

—Bueno, si no quieres no te puedo obligar —murmuró por lo bajini.

—Cuando va a venir... —acepté al ver su carita de puchero.

—Sabía que lo harías —aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.

—Claro, porque eres una ancianita con gran poder de convicción.

—¡Oye! Ancianita serás tú —contraatacó recogiéndose su pelo rosáceo en un moño bajito —. El chico te está esperando sentado en el banco de fuera. —Señaló antes de guiñarme el ojo e irse a rellenar los comederos de pienso.

Salí al patio mientras alzaba mi pelo en un moño con algún que otro rizo suelto sobre mi frente. Miré hacia dónde supuestamente debía de estar él, pero no había nadie más que Storm y Queso durmiendo. Me acerqué para acariciarles y, cuando me incliné, noté una mano en el hombro.

Sobresaltada, pegué un chillido que hizo que los perros se despertasen y me giré enseguida.

—¿Tú? —preguntamos los dos al unísono.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora