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¿Te has preguntado alguna vez que es lo que pasaría si alguien se lanzase al espacio sin un traje de protección? Dada la escasez del oxígeno y la elevada presión, la persona entraría en estado de asfixia en cuestión de segundos, terminando por vaporizarse todos los fluidos corporales hasta terminar por salir del cuerpo. Diez segundos y la persona sería un cuerpo inerte más en el espacio.

No podía dejarle ver que en mi interior no había más que vacío. Un espacio ébano en el que llevaba más de tres años sumida y del que debía procurar que nadie más que yo tuviese la posibilidad de estar. De lo contrario, acabaría como uno de esos cuerpos. Congelado, asfixiado e inerte.

Pero claro, no había contado con que le había dejado entrar nada más me hubo arrancado una sonrisa.

***

Era bastante tarde, sería la una o dos de la madrugada, así que la gente ya estaba empezando a recogerse.

—Vámonos —propuso al ver que cada vez que se habría la puerta perdíamos privacidad.

No dude ni un solo segundo en seguirle, sin embargo, al llegar a la puerta de su coche, dudé si entrar o no. Aún así, le seguí cuando él sí lo hizo.

Tras unos veinte minutos; en los que no se había escuchado más que el sonido de nuestras respiraciones, ya por último acompasadas; Matías estacionó el coche en el último lugar en el que me habría imaginado acabar la noche.

Cerró la verja cuando nos adentramos en la parcela. Los perros podían escucharnos en cualquier momento así que nos apresuramos a subir las escaleras hasta darnos de bruces con las estrellas.

Apoyó la espalda contra el muro que delimitaba los límites de la azotea invitándome con los ojos a que hiciese lo mismo. Yo preferí sentarme frente a él.

—¿Sabes esas historias que siempre nos andan contando cuando somos pequeños? Esas en las que, al acabar, te preguntan "¿Cuál es la moraleja?".

Asintió.

—Llevo más de tres años tratando de dar con ella. Con la moraleja —aclaré —. Intentando dar con la pieza del puzzle que me falta —eché la cabeza hacia atrás, mirando hacia las estrellas.

—¿Y has dado con ella? —murmuró dejando un cosquilleo bajo mi piel. Me estaba mirando.

Negué con la cabeza y proseguí:

—A veces creo haberla encontrado y, a veces, siento que vuelvo al punto de partida. Cómo si...

—Cómo si estuvieses empezando de cero —terminó por mí cómo si supiese mejor que yo misma qué era lo que pasaba por mi mente.

Hice un amago de sonreír.

—Eso. Cómo si estuviese empezando de cero —afirmé apropiándome de su frase —, con la diferencia de que nunca sé en qué punto estoy. Es... complicado.

—No —se apresuró a responder —. Te entiendo.

—A veces pienso que Calisto fue una ingenua al tirar por tierra toda su vida por haber podido estar con Zeus —cité la misma historia que él me contó —, pero, luego, pienso que no hay nada más valiente que arriesgarlo todo por eso.

—¿Y no es así?

Elevé los hombros.

—Una vez me dijiste que el amor es un privilegio que solo pocos son capaces de apreciar.

—Sí. Así es.

—Pues creo que yo no soy capaz de apreciarlo.

—¿Por qué dices eso? —la sutileza de su voz me dejaba claro que no me estaba juzgando, quería comprenderme. Y, por primera vez en todo ese tiempo, decidí dejar de callarlo.

—Llevo tanto tiempo tratando de buscar la respuesta correcta que me he olvidado de cómo se hacía lo más importante.

—¿De qué? —arrugó el entrecejo.

—De sentir —solté antes de notar cómo mis pulmones volcaban todo el oxígeno que habían estado albergando en ellos —Me he olvidado de sentir, Matías.

—Vera...

—Llevo todo este tiempo sumida en un espacio tiempo en que las cosas cambian a mi al rededor pero yo no lo hago con ellas. Noto... —Tomé aire. —Noto que me ahogo en lugar de nadar hacia la superficie y...

—¿Y qué? —intervino, impaciente, al ver que me había quedado callada.

—Y me da miedo —las lágrimas brotaron de mis ojos —Tengo miedo de que otra vez vuelva a pasar lo mismo, de que vuelva a la casilla de salida. De volver a notar cómo mis pulmones se cierran hasta dejarme sin aire con el que poder luchar. Tengo miedo de empezar una guerra cuando ni si quiera podría con una batalla.

Noté el calor de sus brazos aislarme del frío, y no del que hacía, si no del que llevaba todo ese tiempo teniendo.

—No es más digno de la victoria quien menos batallas pierde, si no quien sabe encajar los golpes y aprender de ellos, rizos.

Bajando EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora