Alfonso
A pesar de mis órdenes claras, el Conde de Como no soltó de inmediato la muñeca de Ariadne.
La manera en que la sujetaba, como si no tuviera consideración alguna por su delicadeza, me crispaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
No me dejé llevar por el pánico ni por la emoción; simplemente avancé hasta quedar frente a César, con un control que parecía forjado en hielo, y hablé con calma, sin necesidad de alzar la voz. Mis palabras, aunque medidas, no ocultaban mi determinación. Era mi deber protegerla, pero, más que eso, no podía soportar verla sometida a tal trato mientras yo estaba presente.
—Supongo que no me escuchaste. Suelta esa mano, conde de Como —dije con firmeza.
Aunque era cuatro años mayor que yo, César no tenía la compostura que uno esperaría de su edad. Yo, en cambio, aún un adolescente, portaba las marcas de mi juventud: la piel suave, una voz que no había terminado de madurar. Sin embargo, mi porte y determinación dejaban claro que no había nada infantil en mi actitud. Mi físico, aunque aún en desarrollo, ya denotaba una fortaleza que me permitía estar de pie junto a alguien más alto sin sentirme menos.
Observé cómo César me miraba con desdén antes de mascullar algo inaudible y tensar aún más su agarre sobre Ariadne. Su falta de respeto hacia mí era palpable. Incliné un poco la cabeza y hablé nuevamente.
—Además, parece que has olvidado cómo mostrar respeto a la familia real, conde.
Ese recordatorio no era algo que pudiera pasarse por alto.
En el Reino de Etruscan, las audiencias oficiales con la familia real seguían un protocolo riguroso. La primera vez que se encontraban, hombres y mujeres debían arrodillarse en el suelo e inclinar la cabeza en señal de respeto. Sin embargo, si el encuentro se repetía en el mismo día, y siempre que la familia real otorgara su consentimiento, los saludos eran menos formales: los hombres podían limitarse a una reverencia y las mujeres a sostener el dobladillo de sus vestidos mientras flexionaban ligeramente las rodillas.
Recordando esta norma, fui claro al señalar lo que era correcto en aquel momento.
Por lo general, no insistía en los gestos ceremoniales hacia la familia real, prefiriendo rechazarlos con discreción. Pero aquella vez, decidí no mostrar indulgencia.
César, visiblemente tenso, liberó con brusquedad la muñeca de Ariadne, dio un paso atrás y, tras un instante de duda, se arrodilló ante mí con una reverencia forzada. Cada uno de sus movimientos estaba cargado de resistencia, y la rigidez en su mandíbula revelaba un esfuerzo monumental por contener su ira.
De todas las situaciones humillantes que podía soportar, arrodillarse ante mí era, sin duda, la que más detestaba. Aun así, lo dejé permanecer en esa posición sin prestarle atención inmediata.
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En Esta Reencarnación Yo Seré La Emperatriz, Hermana Mía
RomanceEl reino Etruscan se tiñe de sangre cuando César, el hijo ilegítimo del rey, conspira con su prometida Ariadne para usurpar el trono de su medio hermano, Alfonso. A pesar de la devoción de Ariadne por el nuevo rey, su fe se hace añicos cuando él la...