II

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Aldara nunca había visto el lago Kentros, pero tampoco había visto nada más allá de Valle Ámbar, la ciudad donde nació. El barco que los trasladaba a ella y su familia rumbo al Este era tan blanco como se decía del castillo de la reina Setenme, y la vista frente a ella, bañada por el sol del mediodía, le parecía casi irreal, pintada por hábiles manos de artista.

Luminaria. Aquella visión era Luminaria, un lugar lejano que hasta ahora sólo se encontraba en sus mapas y libros de texto. Por su mente habían empezado a desfilar los cientos de horas de estudio de su reciente infancia: los nombres de cada río, de sus interminables llanuras y de todas sus ciudades que, se decía, daban la bienvenida al sol haciendo arder a los prisioneros de guerra.

Aldara había crecido escuchando historias de los terribles lumentinos y sus bárbaras costumbres. Saqueadores, asesinos, torturadores... Se contaban leyendas de hombres cuyas espadas se alimentaban de la sangre que derramaban.

Había oído nombres de terribles guerreros famosos, cuyas hazañas harían estremecer al Gran Juez, y desde que podía recordar se decía de Nevin Ghereber que era uno de los peores. Un demonio encarnado en hombre que repartía muerte y destrucción allá por donde pasaba.

Pero todos aquellos eran cuentos de niños, y por eso ella no pudo permitir que su padre la viera encogerse cuando le anunció que había elegido a aquel hombre para que se convirtiera en su marido.

-Es por el bien del reino -le había dicho, y ella había asentido con la cabeza baja y el corazón acelerado.

Narcedalia, su nodriza, siempre le había dicho que tendría como esposo a un noble importante. Un duque de Hesperia, o tal vez un príncipe del Sur.

O puede que un valeroso caballero, cuyo coraje y nobleza fueran tan grandes que su padre lo sintiera digno de emparentar con la casa real.

La noche en que le dijeron que ya estaba prometida, mientras la peinaba, Narcedalia fue desgranando las virtudes de su futuro esposo, que resultaba cumplir todas las expectativas: señor de Landalbar, la región más grande de su país después de la capital; comandante máximo del reino y célebre en el campo de batalla; hermano de la reina y primero en la línea de sucesión... Aldara guardaba silencio y escuchaba, pero no podía ordenarle a su corazón que dejara de latir tan rápido, ni más tarde al sueño que llegara antes del amanecer.

El consejo real había estipulado que la boda se celebraría en el solsticio de verano, que llegó pese a todas sus plegarias a la Sagrada Dualidad; cuando el barco arribó a la costa de Aurora y su padre tomó su mano para bajar a tierra sintió que sus piernas se movían solas, desobedeciendo sus impulsos de echar a correr, mientras una multitud los esperaba en el puerto para darles la bienvenida, portando flores y lanzando salvas. Delante del pueblo aguardaban los nobles de la ciudad, y su reina en el centro.

Aurora le estaba rindiendo los máximos honores y Aldara creía que se iba a desvanecer en cualquier momento.

Intentó mantenerse la compostura fijándose en ella. Setenme era joven, mucho más que su padre, y parecía una diosa etérea, todo oro y blanco en su figura esbelta. Sonreía beatífica como si les diera la bienvenida al mundo, y Aldara no tardó en sentirse fascinada por su presencia.

El hechizo se rompió en cuanto sus pies abandonaron la pasarela y la vista de Aldara se precipitó al suelo, de donde la joven princesa ya no fue capaz de levantarla mientras caminaba al lado de su padre por primera vez en su vida. Según el protocolo aquel era el puesto más importante, que desde la muerte de su madre estaba reservado a su hermano, Aram. Él ahora caminaba en silencio detrás de ellos con su esposa del brazo, y Aldara habría deseado encontrarse en su puesto de siempre, en último lugar, mientras se reprendía en silencio por no ser más valiente.

-Sed bienvenidos a mi reino ―dijo Setenme cuando estuvieron ante ella, y los dos reyes se abrazaron como parientes lejanos.

Tras agradecer su hospitalidad, Alain continuó el turno de saludos con el príncipe Tubal, consorte de la reina, y los demás representantes de las casas nobles que habían acudido a la recepción. Aldara, a su lado, hacía lo propio con nerviosismo, temerosa de avergonzar a su padre.

Hasta que al fin llegó el momento de alargar la mano hacia el comandante máximo, señor de Landalbar, hermano de la reina... y su futuro esposo.

-Bienvenida -susurró tras apenas rozar sus dedos con los labios.

Aquella voz suave la obligó a mirarle por primera vez y se sorprendió al ver el rostro elegante de un joven y no las facciones burdas y ajadas de un bárbaro. Sus miradas coincidieron y Aldara de repente olvidó todo a su alrededor, creyendo estar viendo una vez más la superficie del lago Kentros. Aquel azul profundo, limpio, tan nítido como el cielo que se reflejaba en el agua cristalina... pero enseguida su prometido apartó los ojos de ella, y Aldara se sintió inmensamente aliviada.

El recorrido por las calles de Aurora fue largo y Aldara, observando a través de la ventana del carruaje, se impresionó de lo extensos que parecían los cielos sin montañas alrededor. El sonido de las calles, sin embargo, era tan parecido al que podría haber estado escuchando en Valle Ámbar que se sorprendió, pues era de todos conocido que su reino y el del otro lado nada tenían que ver el uno con el otro.

Tal vez el ruido del paso de los caballos confundía sus oídos. Aldara se preguntaba sin querer cuáles de esos cascos que resonaban continuamente serían los de la montura de Nevin, y después trataba de pensar en otra cosa como si sólo su imaginación lo hiciera real, igual que los monstruos de su infancia.

Hasta que por fin el ruido cesó y el carruaje se detuvo.

Un lacayo abrió la puerta y sus ocupantes, reyes y príncipes, fueron descendiendo hasta que le llegó el turno a Aldara. Cuando tuvo ante sus ojos el mítico Castillo Blanco experimentó una sensación parecida a cuando vio por primera vez a la reina.

Era tan blanco como su nombre, erigido en piedra marmaron desde el suelo hasta la gran cúpula central, y también sus cuatro torres, finas como descomunales agujas.

Aquella piedra, según le había explicado tiempo atrás su tutor de ciencias naturales, era única en el mundo por su cualidad luminiscente, y se decía que el castillo durante la noche desprendía un resplandor tal que las antorchas se hacían innecesarias.

Sin embargo ya a la luz del día era hermoso, igual que era hermosa la reina.

Aquel iba a ser su hogar a partir del día siguiente y a pesar de todo ella sabía que añoraría el de su padre, con sus paredes rojizas y la montaña donde reposaba y que lo elevaba tan cerca de las nubes. Se preguntó si volvería a verlo alguna vez.

Si acaso su marido se lo permitiría.

Una doncella la guió a sus habitaciones y Narcedalia deshizo su equipaje sin dejar de parlotear y admirarlo todo a su alrededor. Aldara sin embargo no se había fijado en sedas ni brocados, o en los exquisitos muebles ni los tapices que su nodriza decía nada tenían que envidiar a los del Palacio de la Tarde: los ventanales eran todo lo que había llamado su atención.

Amplios, altísimos, le proporcionaban una extensa visión de Aurora y un poco más allá, a lo lejos, incluso el azul del inmenso lago.

Fue sólo durante un segundo que los ojos de Nevin regresaron a su mente, pero la imagen del puerto interior de Hesperia se abrió paso para no abandonarla ya, ni siquiera cuando tuvo que abandonar la ventana y concentrarse en ser una buena hija.




El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora