XII

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Nevin posó la mano sobre la huella de una herradura. Era bastante reciente, tal vez dos horas, a juzgar por el estado del barro. No podía darlo por seguro, aunque las otras huellas conducían indefectiblemente hasta allí. Tendría que confiar. Mirando hacia delante observó un punto de luz al fondo del bosque y comprendió que estarían cerca del límite. Tal vez hubiese alguna población al otro lado.

—El rastro se mantiene hacia el Sur. Si han pasado por alguna aldea, lo habrán hecho como viajeros. Haremos lo mismo.

—Los alcanzaremos, alteza —aseguró Brianda mientras él regresaba.

Nevin tenía que reprimir un estremecimiento cada vez que escuchaba ese apelativo, que le hacía evocar en su mente el rostro de su hermana. Volvió a montar en el caballo y marcharon al galope para seguir su única pista.

Seguía sin comprender el sentido de todo aquello, más que —como había dicho Tubal— quisieran retrasarlo para que no llegase a tiempo a Luminaria. Sin embargo no era un plan que pudieran esperar que funcionase, ¿acaso conocían más que él su mente y sabían que lo abandonaría todo por ir detrás de ella? Lo estaba haciendo contra todo lo que cualquiera, incluido él mismo, hubiera podido esperar; poniéndola a ella por encima de su deber, de su reino. Se daba cuenta y no podía remediarlo, y en realidad lo que más remordimientos le causaba era que todo había dejado de importarle, que encontrar a Aldara sana y salva era lo único que contaba. Por eso ignoraba la imagen de su hermana en su mente, y se estremecía de pura vergüenza cuando era llamado «alteza».

¿Cómo lo habrían podido saber ellos? No, no se la habían llevado por eso.

Un trueno resonó sobre sus cabezas anunciando que la tormenta volvía. Nevin maldijo, sabiendo que los rastros se harían inservibles en poco tiempo y aceleró la marcha. Pronto una cerca de madera indicó que efectivamente estaban a punto de llegar a una aldea. Al poco empezaron a verse los tejados a dos aguas de unas cuantas casas, y una vez en el camino interior vieron que el poblado se extendía a lo largo de un gran valle que se extendía ante ellos. Los habitantes parecían labriegos en su mayoría y aquellos con los que se cruzaron los miraban con desconfianza, pero sin abierta hostilidad. No parecía que la rebelión hubiera calado allí aún.

Una paloma voló hacia ellos desde el suelo donde se encontraba picoteando. Brianda alzó la mano y el ave se posó en ella, arrullando como si la saludara. Ella la atrajo hacia sí y acercó la pequeña cabeza a sus labios, que movió en silencio. Inmediatamente, la paloma echó a volar.

—Me ha dicho que somos los segundos forasteros que han venido hoy; le he pedido que nos lleve adonde fueron los primeros.

El corazón de Nevin se aceleró. Espoleó al caballo y siguió al pájaro, que los sacó de la aldea hasta una cabaña solitaria en cuyo tejado se posó. En la puerta se veía claramente el símbolo de tres círculos que representaba el fuego arcano.

—Por supuesto —dijo Nevin para sí—. Espérame aquí, Brianda.

Se acercó a grandes pasos a la cabaña y llamó a la puerta con fuertes golpes. Al poco, una mujer de mediana edad abrió. Llevaba una pipa humeante entre los labios, que osciló cuando lo observó de arriba abajo.

—¿Qué queréis?

—Al exégeta.

—Claro, ¿tenéis oro?

Nevin maldijo en silencio. Había salido tan precipitadamente que ni siquiera había pensado en ello, aunque Tubal había entregado ya una gran cantidad a Spaiha para conseguir el barco y tal vez lo que le quedara hubiera sido insuficiente de todas maneras.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora