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La trobairitz entonaba un dulce canto mientras las notas del arpa inundaban el gran comedor como una lluvia fina y delicada, para deleite de los invitados al banquete. Aldara escuchaba con emoción, los ojos cerrados, imaginando que era ella la que hacía fluir desde su garganta los tonos más hermosos.

La música siempre fue para ella un misterio que era incapaz de descifrar y que la hipnotizaba por completo. La reina había invitado a la artista especialmente para su disfrute en el día de su catorce cumpleaños y todo lo demás, los nobles invitados, la exquisita comida o los obsequios, le parecía algo sin importancia comparado con aquel sencillo gesto, que logró que su admiración por Setenme creciese.

En el año que Aldara llevaba en Aurora, y pese al poco trato que habían mantenido, se había sentido deslumbrada por la hermosura, templanza e inteligencia de la reina, y rezaba secretamente por poder parecerse a ella algún día.

El público aplaudió al término de la romanza. A su lado, Nevin parecía hacerlo con desgana, tal vez aburrido. Los hombres, especialmente los caballeros, mostraban poco interés en aquellos espectáculos y Aldara, aunque estaba agradecida por su consideración al permanecer junto a ella a esas alturas de la velada, se sentía un poco mal por él dado que era evidente que antes que aquello hubiera preferido incluso una guardia nocturna.

La relación entre los dos seguía siendo la misma que al principio de su matrimonio: cortés y distante. Apenas tenían contacto, pues los deberes de Nevin eran numerosos y monopolizaban su tiempo. Sus escasas conversaciones, aunque amables, eran pura frivolidad. Aldara era consciente de su culpa, pues todavía no se sentía del todo cómoda con él, aunque ya hacía mucho tiempo que no le tenía miedo.

Al contrario de lo que había esperado por las leyendas, sólo había encontrado en Nevin Ghereber muestras de amabilidad y gentileza, a pesar de lo cual se sentía tan superada por él, en edad, en experiencia, que cualquier habitación parecía empequeñecer en cuanto él aparecía, y entonces la abrumaba su presencia y que pudiera notar que lo miraba. A su lado se sentía una niña insignificante y tonta, sumamente inferior a cualquiera de las mujeres que lo admiraban sin disimulo allá por donde pasara, mientras una vocecita interior suplicaba que se volviera hacia ella y le asegurase que nada de eso era cierto.

Cuando la trobairitz se retiró los invitados empezaron a reunirse en corrillos por el salón. Nevin se disculpó para ir a hablar con su primo Ilan, que conversaba un poco apartado con su hermana, y Aldara logró contener el gesto de desagrado que le provocaba Ardega mientras consentía educadamente con un gesto de la cabeza y su habitual sonrisa, llevándose inconscientemente la mano al brazalete de piedras preciosas que él le había regalado. Poco después, Brianda y Narcedalia se la acercaron y propusieron un paseo nocturno por el atrio.

La noche era hermosa, templada y de luna brillante en un cielo despejado, que lograba ensalzar el resplandor natural de aquella piedra tan especial con que el castillo estaba construido. Aunque ya había entrado el otoño todavía era agradable pasear por los jardines, algo que era menester aprovechar antes de que llegara la temporada de lluvias. Aldara se alegraba de que su nacimiento hubiese tenido lugar en aquella época del año en vez de más tarde, aunque desde luego habría soportado toda la lluvia del mundo si con ella hubiera venido su familia.

Su padre llevaba enfermo algún tiempo, según le habían explicado por carta, y su médico le había recomendado no emprender viajes largos al menos por varias semanas. Tal vez su hermano sí habría podido ir, pero ni siquiera lo debió tener en cuenta dado que le envió sus felicitaciones y un compendio de poemas como regalo, junto a una toca de seda de parte de su esposa. Aldara ya no se sentía tan sola sin ellos, pero hacía tanto tiempo que no veía a ninguno que sus recuerdos en el Palacio de la Tarde empezaban a parecerle imágenes de otra vida.

-Deberías estar más feliz -comentó Narcedalia-. Hoy es tu día, niña.

Ella sonrió.

-Soy feliz, Narcedalia. Es sólo que echo un poco de menos a los míos.

-La Sagrada Dualidad manda, niña.

-Sí, lo sé.

Continuaron caminando en silencio, hasta que se escuchó un suspiro.

-Está bien, ¿qué tal si te ofrezco ahora mi regalo de cumpleaños? -dijo Narcedalia-. Leeré las velas para ti, para saber cuándo los vas a volver a ver.

A Aldara se le iluminó el semblante.

-Sí, por favor. Hace mucho que no me lees el futuro...

-Eso es porque no es bueno saber de más. Brianda, hija, haz el favor de traer un cirio y una tablilla.

La doncella se apresuró a volver al castillo y Aldara y Narcedalia se dirigieron a su banco de piedra predilecto, junto a la fuente, y en poco tiempo Brianda regresó con los materiales solicitados.

Narcedalia cogió el cirio encendido ante las dos emocionadas muchachas, y cuando la cera se hubo derretido lo suficiente vertió un poco sobre la tablilla. Sonrió.

-Pues no será a mucho tardar -declaró-. Veo que abrazas a tu hermano.

Aldara sonrió abiertamente, pero dejó de hacerlo cuando la expresión de Narcedalia se ensombreció de repente.

-¿Qué sucede?

Ella negó.

-Dímelo, por favor.

Narcedalia sopló la llama y la luz se extinguió, ante las protestas de Aldara.

-Todo a su debido tiempo, niña.

La voz se le había quebrado y Aldara no tuvovalor para volver a preguntar.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora