II

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Poco antes de aquella reunión en los corredores de palacio, en su celda Nevin cerraba el libro que trataba de leer a la luz de las antorchas porque después de varias horas se había visto obligado a admitir que no estaba prestando atención a una sola palabra. Hacía días, de hecho, que apenas prestaba atención a nada, porque todos sus pensamientos estaban llenos de su hermana.

Según sus cálculos debía haber dado a luz ya, o le faltaba muy poco, y no podía sacudirse la mala sensación que le provocaba el pensamiento. Había compartido sus inquietudes con Aldara, quien había prometido intentar informarse, pero la última noche aún no había podido averiguar nada y aquella incertidumbre le reconcomía las entrañas.

El ruido de la puerta abriéndose a lo lejos lo distrajo de sus reflexiones, y pasos fuertes y resonantes captaron inmediatamente toda su atención. La aparición del comandante máximo Lain Andros por segunda vez en la puerta de su celda hizo que se pusiera en pie.

—El rey reclama vuestra presencia.

A una seña suya la reja estaba abierta y Nevin era conducido escaleras abajo con una sensación de intranquilidad creciente en sus entrañas.

Cuando ya en palacio se cruzó con Aldara, cuyos ojos parecían reflejar un desconcierto absoluto, la inquietud se tornó alarma.

Ver a su hermano en sacramento de pie en el despacho de Aram, ambos esperando por él, casi provocó que empezara a soltar improperios.

—Comandante Ghereber —lo saludó el rey cuando las puertas se cerraron tras él.

Era difícil pasar por alto la sonrisa que pugnaba por asomar en las comisuras de sus labios. Nevin tragó saliva, luchando por controlar la ira que se apoderaba de él.

—Alteza —murmuró, y luego se volvió hacia Tubal—. Hermano...

Él inclinó la cabeza por toda respuesta. Su rostro no parecía reflejar satisfacción alguna, ni irritación, ni indiferencia. Una intensa palidez lo cubría y, aunque su postura denotaba firmeza, algo en su expresión indicaba nerviosismo, incluso temor, que Nevin habría encontrado extraños si la rabia no hubiera nublado su percepción.

—Tomad asiento, por favor —pidió Aram—. Nos encontramos discutiendo asuntos importantes que os atañen directamente, de modo que es justo que participéis.

Nevin se sentó y observó por el rabillo del ojo que Tubal, lejos de hacer lo mismo, empezaba a deambular por la habitación.

—Vuestra hermana, al fin, parece haber entrado en razón —anunció Aram—. Ha comprendido que la sangre es más importante que unos cuantos territorios, y se ha avenido a aceptar mis condiciones para vuestra liberación.

Parecía que un viento helado hubiese entrado por la ventana y atravesado El cuerpo de Nevin, dejándolo rígido.

—¿Qué territorios?

—Sus provincias del sur, naturalmente —aclaró Aram, como si no cupiera otra cosa.

Durante un instante se hizo el silencio, pues Nevin no podía dar crédito a sus propios oídos. ¿Unos cuantos territorios? Las provincias del sur eran el motivo principal de aquella guerra que duraba ya generaciones; perder una sola era un golpe duro de encajar: perder todas era lo mismo que arrojar la corona a los pies del enemigo.

—Eso es imposible... —Buscó a Tubal con la mirada— Es imposible.

Tubal lo miró un momento y luego carraspeó.

—Tal y como indica en la carta que le he entregado a su alteza, es cierto —confirmó—. Setenme firmó ese convenio hace cinco días, delante de mí.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora