XIII

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—Tengo que descansar —dijo Aldara.

—Nada de eso, tenemos que llegar antes de que se ponga el sol. Ya perdimos suficiente tiempo por culpa de la lluvia.

Aldara apretó los puños con fuerza sobre su falda.

—El vientre me arde... ¿Qué le dirás a mi hermano cuando haya perdido su carta de triunfo?

Rauben, soltando una maldición, hizo detenerse al caballo.

—Será una parada corta, no podemos permitir que alguien se fije en nosotros.

La bajó del caballo con forzada delicadeza, y luego le ofreció su cantimplora. Aldara bebió con avidez y después se dirigió al borde del camino para sentarse sobre una roca. No le importó que estuviera aún mojada, sentarse en suelo firme era una delicia. Había mentido al soldado, pues tan sólo había en su vientre la misma sensación de nausea que era constante desde que había despertado en aquella cabaña, pero sufrirla al galope era una tortura.

—¿Qué ocurrirá cuando lleguemos?

—Os dejaré en el fortín de Serraria y ellos se encargarán de devolveros a Valle Ámbar. Mi misión es continuar hacia Aquara y tomar posesión del castillo.

—¿Tú solo?

—Ningún lumentino va a desobedecer una orden escrita de su reina, aunque ya esté muerta.

—Olvidas la rebelión.

—Berylia siempre fue un grano en el culo que Luminaria no supo manejar, ya les aplastaremos cuando llegue el momento. Aquara es otra historia, son fieles a sus amos.

Aldara pensó en Nevin e hizo un esfuerzo más por mantener a raya el llanto.

—Quizá es a Luminaria a quienes son fieles.

—Acatarán lo que se les ordene, como todos. Vamos, hemos de continuar.

Aldara se levantó en silencio y regresó al caballo. En ese momento se escuchó el estallido de un trueno. Rauben volvió a maldecir y la agarró de la muñeca. Aldara ahogó una exclamación al sentir un dolor punzante en sus huesos mientras él tiraba sin contemplaciones.

—Deprisa. Jodida lluvia...

La subió al caballo y montó detrás. Aldara se agarró al cuello del animal con fuerza mientras era instigado al galope.

La ya habitual oleada de impotencia la inundó. Instintivamente se llevó la mano al cuello, de donde pendía el saquito de cuero que conservaba y aún no sabía por qué lo había empezado a considerar como un talismán. Tal vez porque en su momento había supuesto la llave de la liberación de Nevin, aunque fuera inservible ahora que era ella la prisionera.

Había considerado brevemente usar los polvos mágicos contra su captor, pero se había reprimido por dos razones. La primera, que no había encontrado el momento, y la segunda, que no sabía qué podría hacer después. Aunque tuviera el caballo, no conocía aquellos caminos; tampoco tenía medios para defenderse y podría acabar en peores manos de las que estaba. La frustración la dominaba pensando que no había nada que pudiera hacer, aparte de rezar. Para que Nevin estuviera a salvo; para que cumpliera su destino.

Se llevó la mano al vientre, sintiendo consuelo por la parte de su esposo en ella depositada, y cerró los ojos. Un dolor intenso la recorría cada vez que pensaba en que su hijo nunca conocería a su padre, que viviría como un instrumento de guerra, y a veces envidiaba el destino de Setenme, que había viajado al Éter de la mano de su bebé...

Abrió los ojos, luchando por rechazar aquellos pensamientos. No podía dejarse llevar por el dolor. En ese momento y los que vinieran debía ser fuerte por los dos. Su mano cambió entonces de posición otra vez, buscando en su muñeca el brazalete que nunca se quitaba; aquel simple objeto que le traía el recuerdo de su marido sin la incertidumbre del futuro. Y el pánico la inundó cuando no lo encontró.

Frenéticamente giró la cabeza y trató de escudriñar el camino.

—Tenemos que volver atrás, he perdido...

—¿De qué habláis? No vamos a detenernos.

—Pero necesito...

—No tentéis mi paciencia.

Aldara guardó silencio con lágrimas en los ojos, y por primera vez se sintió sin fuerzas para contenerlas.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora