V

582 54 1
                                    


Nevin no durmió aquella noche, y sólo supo que había amanecido porque vinieron a traerle un frugal desayuno consistente en pan y leche. Comió despacio, más por conciencia de que lo necesitaba que apetito, pues el torbellino de su cabeza parecía mantener bloqueadas todas las funciones de su cuerpo.

Todavía no conseguía hacerse a la idea de que no volvería a Luminaria, pero su preocupación mayor era no conocer la situación verdadera en que había quedado su reino.

No sentía una gran preocupación por el mando de los ejércitos, pues su segundo era de plena confianza y estaba preparado para sustituirle. Sin embargo las condiciones en que pudiera haber quedado el país, con el puesto que su propia compañía había perdido, y la delicada situación en el Sur donde los protectorados —que eran, sin paliativos, las regiones que de verdad sufrían los estragos de la guerra— empezaban a sumar problemas tratando de restringir hombres y suministros.

Especialmente flagrante era el caso de Berylia, que ya más de una vez había desobedecido órdenes descaradamente, sin importarle las consecuencias. Sospechaba que el príncipe Antimo no perdería ocasión para aliarse con el enemigo si eso le proporcionaba lo que tanto anhelaba, y se preguntaba si acaso no les habría traicionado ya, mientras él convalecía allí encerrado.

Y su hermana.

Cuando se trataba de pensar en ella, sus preocupaciones se desbocaban. Siempre había temido caer en combate y dejarla sola, y ahora era como si lo hubiese hecho. No podía hacer nada por ella, e intentaba pensar solamente en que al menos estaba bien aconsejada, pues gracias a la divina providencia no había claudicado a las exigencias de Aram. Esperaba que estuviera resignada, igual que esperaba resignarse él, por más que sus nervios combatieran tan fuerte contra su determinación.

Se levantó del camastro y deambuló por la lóbrega habitación. Ya hacía aquello más veces de las que podía contar, a veces como un poseso, y también trataba de recuperar sus perdidas fuerzas ejercitándose en la medida en que podía, aunque solía terminar agotado y renegando de sus consumidos músculos.

Si tuviera que salir ahora a pelear con un niño de diez años, acabaría derrotado de diez maneras.

Sin embargo la herida estaba sanando bien y todo era cuestión de tiempo, por más que no podía dejar de preguntarse de qué iba a servir, si la mejor de las previsiones era que terminaría sus días encerrado en aquel agujero, con el exclusivo consuelo de las fugaces visitas de su esposa... hasta que se cansara de él.

Al pensar en Aldara se detuvo y se volvió a sentar, mirando al techo, y deseó por milésima vez no haberla besado, pues no habían sido solamente las preocupaciones las que lo habían mantenido despierto... igual que era mentira que estas hubiesen bloqueado absolutamente todas las funciones de su cuerpo.

En todos aquellos años había mantenido su promesa —los dioses sabrían cómo— pero lo que en su interior ya parecía aletargado de repente se había alzado en rebeldía, incapaz de no reaccionar ante lo mucho que su joven esposa había cambiado; tampoco ayudaba que ahora lo mirase como lo hacía, sin rastro ya del miedo que recordaba o aquella extrema timidez. Ahora, pensar en su boca le enloquecía...

Unos pasos enérgicos resonaron por el pasillo arrancándolo de su ensoñación. Reconoció el sonido y supo que eran soldados antes de que llegaran ante la puerta enrejada, que abrió alguien a quien recordaba a pesar de los años transcurridos desde su anterior visita, que parecía de otra vida.

Cerró los ojos y sonrió para sí. Hacía tiempo que esperaba aquella visita.

—Soy Lain Andros, comandante máximo de Hesperia. —Lo saludó formalmente desde el umbral de la puerta, reconociéndolo como su igual. Nevin le correspondió—. Tened la cortesía de acompañarnos libremente, por favor.

Nevin obedeció. No tenía sentido resistirse, pues sólo se rebajaría. En su lugar ocupó el puesto que le designaron en medio de una fila de cuatro y todos emprendieron un tenso recorrido durante el cual sólo se llegó a escuchar el eco de los pasos por los escalones.

No tardaron mucho en llegar. A los pocos minutos de bajar escaleras se encontraban antre una puerta maciza que el comandante rival abrió. En la habitación las antorchas ya estaban encendidas, pero Nevin no las necesitaba para saber lo que se iba a encontrar allí.

Le habría bastado el olor acre de la sangre que nunca llegaba a limpiarse del todo; el del óxido de los hierros y la falta de ventilación que ayudaba a crear el clima adecuado para la llegada de los invitados.

Tragó saliva mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. 

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora