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El sol ardía en el cielo con toda la intensidad del mediodía cuando Aldara decidió salir a pasear por el mercado. Aquella mañana había despertado con la idea de adquirir alguna nueva bagatela, pues ya estaba cansada de las esmeraldas que lucía siempre que Charal Heim, huésped de su tío Rodbaud, acudía de visita al palacio; nunca para verla oficialmente a ella, por supuesto, pues cortejar a una mujer casada era mal visto sin importar quién fuera su marido.

Tanto al invitado como al rey les interesaba guardar las apariencias sin que las intenciones de ambos se vieran comprometidas, de manera que aunque Aldara mostraba poco más que cortés amabilidad cuando se veía obligada a atender aquella visita, Aram se sentía complacido cuando ella parecía mostrar algún deseo de agradar a Charal y, cada vez que le transmitía sus intenciones de salir de compras con el objetivo de embellecerse, se avenía de buen grado a entregarle una bolsa de monedas.

Aquella vez no fue diferente.

—¿Quién te acompaña?

—Brianda, como siempre.

—Dispón dos escoltas para mi hermana —ordenó Aram a su secretario, que se inclinó y salió del despacho.

Aldara fue capaz de reprimir su irritación con admirable facilidad.

—¿Dos? Se diría que alguien ya hubiera intentado atentar contra mi vida —comentó alegremente.

—La ciudad está llena de cuervos, Aldara. Hay que tener cuidado cuando nos relacionamos con ciertas personas.

Imaginó que aquel comentario iba por su dama de compañía, pero pensó que era mejor dejarlo estar. A aquellas alturas, lo que menos le convenía era provocar una discusión con su hermano.

Tras dejar los caballos en un abrevadero a la entrada del mercado, Aldara y Brianda empezaron a pasear entre los puestos, despacio, esperando a algo que les llamara la atención. Al fin, Brianda apuntó con el dedo.

—Aquel orfebre creo que es nuevo, señora —indicó Brianda, señalando un pulcro tenderete donde refulgían metales y gemas de los más diversos colores.

Un hombre joven las recibió sonriente, mientras en su hombro aleteaba un pájaro blanco y gris poco más grande que un puño.

—Es un honor teneros en mi establecimiento, señora —la saludó el tendero inclinando la cabeza, mientras le mantenía la mirada con elocuente firmeza.

Aldara no lo conocía, aunque sí a la pequeña ave que ahora permanecía muy quieta. Era la cuarta vez que la veía, las dos anteriores posada en hombros diferentes. Ninguno de los otros hombres le había dicho su nombre y ella no había preguntado, pero la desconfianza inicial parecía haberse disipado en sus breves encuentros.

—Estoy buscando algo muy especial. ¿Qué podéis ofrecerme? —preguntó Aldara, fingiendo examinar la mercancía con indiferencia.

—Os diré, mi señora, que habéis venido al sitio correcto.

Otro cruce de miradas hizo el resto. La dificultad siempre estribaba en no poder hablar libremente, pues la presencia permanente de la guardia lo hacía imposible, pero habían logrado establecer un buen sistema a través del intercambio de objetos. Ninguno de los soldados se atrevería a registrar sus pertenencias y ahora, mientras el joven le tendía su «compra» envuelta en raso, Aldara sólo podía pensar en salir de allí para leer el mensaje que traería oculto. Estaba dispuesta a seguir cualquier instrucción que le dieran y tan sólo esperaba el momento de ponerse en marcha.

La libertad de Nevin empezaba a sentirse en sus propias carnes como la cura a una enfermedad misteriosa, una obsesión que le dejaba poco tiempo de descanso y parecía consumir todas sus energías, salvo las que se reservaba para disimular ante la corte. Sus únicos momentos de respiro eran los que podía compartir con él, cada vez más breves pues sus reservas de oro menguaban igual que los días siguiendo camino hacia el siguiente solsticio. En realidad, si no hubiera tenido la excusa del cortejo encubierto del visitante de Arkland, no habría sabido cómo justificar su necesidad de dinero ante su hermano.

Naturalmente, su marido no tenía ni idea de sus actividades, y Aldara tenía toda la intención de mantenerlo así el máximo tiempo posible. ¿Qué se hubiera ganado, además de sumirle en una preocupación mayor de la que ya sentía sólo porque ella se escabullía para verle?

Por tal razón tampoco le había transmitido los informes de Aram con respecto a su hermana, y cuando dos días antes Nevin había expresado su inquietud por el inminente parto de Setenme Aldara había callado. A palacio no había llegado información alguna de ningún nacimiento y, aunque por el bien de su esposo quería atribuirlo a que la reina seguía esperando, en realidad ese silencio no auguraba nada bueno.

—¿Qué dicen, señora? —preguntó Brianda mientras cabalgaban juntas de vuelta a palacio, lentamente, con sus escoltas siguiéndolas a cierta distancia.

Aldara extrajo del paquete una pequeña bolsa de cuero, que no abrió, y volvió a leer la carta que la acompañaba.

Todo está preparado, ahora el comandante debe salir de su celda. Sólo alguien que pueda acercársele mucho puede suministrarle el «golpe de los muertos en vida». Os rogamos no lo toquéis, ni respiréis sobre él, pues es un producto extremadamente efectivo. Una vez lo tome no habrá lugar para demoras o las consecuencias serán fatales.

El reino de Luminaria estará en deuda permanente con vos si lográis cumplir el objetivo.

—Ha de ser esto —dijo Aldara asiendo con fuerza la bolsa de cuero.

Estaba atada fuertemente y era blanda y ligera; parecía pues estar rellena de algo extremadamente fino, como harina. El nombre de aquel tóxico dejaba lugar a pocas dudas sobre su efecto y Aldara empezaba a sentir un nerviosismo desagradable en su estómago.

—Oí hablar de ello a la bruja de la reina Setenme. Es magia prohibida, habrán tenido que buscar mucho para encontrarlo —susurró Brianda—. Sin duda ha de funcionar.

Semanas antes, los lumentinos habían estado informándose del protocolo de sepultura de los presos y con la colaboración jurada de Aldara el plan había ido tomando forma. Ahora, sin embargo, empezaba a albergar dudas.

—Tengo miedo. ¿Y si mi hermano le reserva algo diferente de un nicho en suelo consagrado? ¿Y si demora el enterramiento?

—El rey Aram no interferiría con las disposiciones del Culto. Nadie lo haría nunca, bien lo sabéis.

Aquello no la tranquilizaba, pues en realidad lo que más temía era que aquel misterioso polvo hiciera algo más que disfrazar de difunto a su marido. Sin embargo ninguno de aquellos que venían de Luminaria podría desear su muerte, se daba cuenta de lo absurdo de sus miedos pero era difícil acallarlos.

—No tengo acceso a su comida, no sé cómo podré hacérselo tomar sin comprometerlo todo...

—Lo averiguaréis cuando llegue el momento. Todo saldrá bien, estoy segura.

Aldara trató de corresponder a su sonrisa, pero su mente ya estaba ocupada buscando ese momento adecuado. En una semana su hermano tenía previsto un viaje a Orosna, la principal provincia del Suroeste. Sin duda cuando la seguridad del palacio se relajara se darían las mejores condiciones para la fuga.

Tal vez para entonces ella hubiera recuperado todo su aplomo, pensó intentando convencerse.

Su resolución trocó en desconcierto cuando llegaron a las puertas del palacio. Allí, majestuoso pese a la discreta carrocería, se hallaba un carruaje tirado por dos elegantes caballos. Una bandera blanca pendía en un extremo del pescante y, al otro, el estandarte de Luminaria.

—¿Quién ha llegado? —preguntó al soldado que se acercó para ayudarla a bajar del caballo.

—El príncipe Tubal de Luminaria, señora. Se encuentra reunido con el rey en este momento.

El corazón de Aldara empezó a latir a toda velocidad y despacio, inquieta, traspasó la entrada seguida de una silenciosa e igualmente confusa Brianda. En el instante en que alcanzaban el corredor central, se detuvo al escuchar fuertes pasos resonando en el eco.

Sus ojos y los de Nevin se cruzaron mientras los soldados lo guiaban hacia las dependencias del rey. Nunca, en toda su vida, sería capaz de olvidar la inquietud que le transmitieron.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora