IV

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El príncipe Tubal acompañó a Nevin y Aldara a Valle Ámbar en representación de su esposa, pues la reina temía que el viaje le sentara mal en su delicado estado. Aldara casi no se percató de nada, pues durante todo el tiempo estuvo aturdida, como en duermevela, sin hablar con nadie ni prácticamente ver nada, siquiera.

Nevin cabalgó todo el tiempo a su altura junto al carruaje, o permaneció cerca de ella en el barco, aunque sin decirle nada. Tampoco se separaban de su lado ni la forzaron a hablar Brianda o Narcedalia. Aldara no prestaba atención a la presencia de ninguno, pues para ella sólo existía en ese momento la nada más absoluta: lo que había quedado ahora que su padre estaba muerto, y ella se sentía como si la cuerda que la sujetaba se hubiera roto.

Despertó de aquel letargo cuando avistó las puertas azafrán de su ciudad natal, y en su estómago empezó a sentir un calor agradable que se fue extendiendo poco a poco por todos sus miembros. A la entrada fueron recibidos por una comitiva de palacio y Aldara buscó a su hermano con la mirada, pero sólo le sobrevino un ligero amago de decepción cuando no lo encontró.

Nevin se encargó de hablar y enseguida continuaban la marcha, ahora escoltados solemnemente por soldados hesperanos. A su paso, los valambareses iban apartándose y se inclinaban cuando correspondía. Las casas, las calles, todo estaba igual que cuando lo vio por última vez, y el corazón de Aldara palpitaba dividido entre la profunda tristeza que venía arrastrando y una felicidad inesperada, que provocó que sus ojos se humedeciesen de nuevo.

La visión del Palacio de la Tarde aumentó esta contradicción de sentimientos, pues durante meses había soñado con la imagen que ahora tenía ante ella. El hogar de su infancia y su refugio seguro, y ahora el lugar del fallecimiento de su padre.

Se detuvieron al fin y al poco la puerta del carruaje se abrió, apareciendo Nevin tras ella.

-Hemos llegado.

Aldara aceptó su mano y descendió con cuidado. Su hermano seguía sin aparecer por ningún lado y quien esperaba para recibirlos era el secretario del rey.

-Señora Aldara, mis condolencias -la saludó haciendo una profunda reverencia.

Ella correspondió con una leve inclinación de cabeza.

-¿Y mi hermano?

-El rey se encuentra en el salón del trono, donde vuestro padre está siendo velado.

Aldara asintió y fueron invitados a entrar. El interior de su hogar le provocó el mismo sentimiento extraño que la ciudad, pues fue como si no se hubiera marchado más que un día, al tiempo que se daba cuenta de que todo había cambiado sin explicarse cómo. No recordaba si siempre había sido tan oscuro como entonces, o si tal vez no se había fijado y afuera los cielos se hallaban cubiertos de nubes, impidiendo al sol filtrarse por las ventanas. En cualquiera de los casos, nada podía sobrepasar el sentimiento de estar en casa.

El salón del trono se hallaba envuelto en penumbras, con sus grandes ventanales cubiertos por cortinas pesadas e iluminado por docenas de velas en distintos grados de consunción. Muchas personas se encontraban allí, en silencio, orando arrodilladas o guardando turno en una larga fila que cubría las paredes, esperando para presentar sus últimos respetos.

Y al fondo, a los pies de lo que había sido su trono durante cuarenta años, el féretro donde reposaba Alain Damgair.

Se acercó allí lentamente, y fue entonces cuando vio a su hermano, sentado junto al ataúd en compañía de su esposa. La corona resplandeció en su cabeza, aún en medio todas aquellas sombras, cuando alzó la mirada hacia ella. Se puso en pie, alto e imponente como su padre, y se le acercó con las manos extendidas.

-Querida hermana.

Se abrazaron brevemente y cada uno vio en los ojos del otro el reflejo de su tristeza, pero fue un intercambio fugaz interrumpido por las arraigadas leyes del decoro, que obligaban a mantener la compostura en los momentos de solemnidad.

-Iré a saludar a tu marido -declaró Aram.

Aldara asintió y su hermano se encaminó hacia la puerta, donde aguardaban Nevin y Tubal. Ella se quedó a solas con Ixeya, quien la acompañó a ver al fin a su padre.

Un velo funerario transparente desdibujaba sus rasgos, pero a Aldara le bastó observar sus ojos cerrados, y la blanca barba que nunca más se mesaría, para que las lágrimas que creía agotadas volvieran a asomarse. Ixeya la abrazó.

-Llora, hermana. A nadie vas a ofender.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora