XVI

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La raza de los monjes era tan misteriosa y reservada que en realidad apenas se sabía nada de ellos, aparte de que eran los intermediarios entre aquella tierra y el Éter, guardianes del Culto sagrado y que se mantenían en su territorio subterráneo tanto tiempo como les era posible; tal vez porque el albinismo que los caracterizaba los hacía especialmente sensibles al sol, o simplemente que encontraban poco tolerable la compañía de otras criaturas.

Bien sabido era que nunca miraban a nadie a los ojos, siempre ocultos bajo las amplias capuchas de sus mantos azules, y jamás se acercaban lo suficiente como para que escuchar sus apagadas voces lejos del eco de un templo resultara en tarea sencilla. Su clase era temida, más que venerada, y había razones en ello, pues eran los seres más cercanos a los Altos Poderes.

Por aquello era que Nevin, curtido en mil batallas y orgulloso de su propio valor, estaba encontrando difícil calmar su ritmo cardiaco en tanto tres de aquellos enigmáticos seres descansaban a sus pies, fuera de combate tras un ataque rápido y limpio en la quietud de un callejón de Kala, la ciudad principal de Serraria.

—Hemos de darnos prisa, si alguien nos descubre estamos condenados —manifestó Brianda apresurándose a tomar lo que necesitaban, ayudada enseguida por Aldara.

Nevin aún tuvo que tomar varias inspiraciones para moverse y se sintió furioso consigo mismo mientras notaba el sudor frío descendiendo por su cuello. Al menos, su esposa no le estaba mirando en tanto se recuperaba de su pequeño ataque de pánico a que un rayo enviado desde el cielo le partiera en dos allí mismo.

Finalmente logró recuperar la compostura repitiéndose que apenas los había hecho daño y estarían bien en unos cuantos minutos, con tan sólo un dolor de cabeza, y juró mentalmente a los dioses que en cuanto le fuera posible ofrecería la penitencia adecuada.

Tomó el manto más grande, que Brianda le tendió, y se apresuró a pasarlo por su cabeza. Era suave y pesado, como si al confeccionarlo hubieran cosido una capa de seda sobre otra, y otra más, hasta alcanzar el grosor de un dedo; la capucha, que caía casi hasta la nariz, sorprendente permitía una buena visión, pero por desgracia no ocultaba del todo sus rasgos.

—Mantened en todo momento la cabeza baja —indicó Nevin observando a sus dos compañeras—. Esperaremos que las sombras disimulen el color de nuestra piel...

Las manos también tendrían que permanecer ocultas bajo las anchas mangas. En realidad, aquello estaba pareciendo cada vez más disparatado y el nerviosismo de Nevin iba en aumento, por más que tratara de que no se notase, pero simplemente pensar en que no tenía ni idea de lo que iban a encontrarse bajo la superficie era estremecedor. Como esperar una emboscada inminente en un terreno desconocido.

—¿Será suficiente con esto? —preguntó Aldara con voz temblorosa— ¿Creéis que presentirán que no somos de los suyos?

—Aún estamos a tiempo de abandonar —dijo Nevin.

Ella se apresuró a tomarle de la mano.

—No, no hay tiempo. Lo conseguiremos, estoy segura.

Nevin le apretó la mano, dividido entre la ansiedad y un sentimiento de orgullo hacia la mujer con la que se había casado. Tomó aire y asintió.

—La entrada a las cuevas está bien señalada, pero más allá nadie sabe lo que hay. Imagino que habrá iluminación, puesto que los monjes no son ciegos, pero podríamos encontrar lo mismo un laberinto infranqueable que varios túneles bien señalizados, y la verdad es que no tengo ni idea de cómo vamos a orientarnos si se nos hace imposible marchar claramente hacia el Noreste. Así que, Brianda, confiemos en que tu don nos pueda ser de ayuda una vez más.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora