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Cuando Nevin abrió los ojos, por primera vez sin que los velara la fiebre, experimentó la sensación de despertar de un sueño ligero que no le había proporcionado descanso alguno. Sus entumecidos músculos tardaron en obedecerle solamente para girar la cabeza, y cuando lo consiguió se dio cuenta de que no reconocía el lugar donde se encontraba.

Una eternidad después logró incorporarse, con mucho esfuerzo y un dolor en el costado que iba aumentando, quedando exhausto de nuevo y arrepentido por haber seguido el vano impulso con el que se descubrió débil e impedido. Furioso consigo mismo y levemente desconcertado, miró a su alrededor mientras trataba de ordenar sus pensamientos.

La habitación era pequeña y austera: la cama donde se encontraba, una silla y una mesa conformaban la totalidad del mobiliario. En la silla dormitaba una muchacha, y una jarra, un vaso y un frasquito reposaban sobre la mesa. A su izquierda, una única y diminuta ventana mostraba un trozo de cielo nublado.

Nada le era familiar, y lo único claro que tenía en aquel momento era que estaba muy lejos del Castillo Blanco. Intentó buscar en su memoria algo que le ofreciera una explicación, pero su mente parecía un rompecabezas desordenado.

-Muchacha -llamó en un susurro, con la voz átona del desuso.

A la tercera intentona la sirvienta despertó. Al verlo se levantó de un salto.

-Avisaré a la señora -dijo sin más.

-Espera, ¿puedes darme agua?

La chica sirvió un vaso de la jarra y se lo tendió, tratando de acercarse lo menos posible. Nevin lo alcanzó, pero sus manos fueron incapaces de sostenerlo y el agua se derramó mientras él lanzaba una maldición. La doncella, murmurando una disculpa nerviosa, se apresuró a secar el suelo con un paño y servir de nuevo el vaso, esta vez sosteniéndolo ella misma, temblorosa, para que él pudiera beber.

Observando su conducta, Nevin no tardó en atar cabos.

-¿Cómo te llamas? -susurró cuando terminó de beber.

-Cesarina -respondió ella en un hilo de voz.

-¿Estoy en Hesperia, Cesarina?

La chica asintió sin mirarlo a los ojos, repitió que iba a buscar a la señora y salió de allí a toda prisa.

Los acontecimientos regresaron entonces a la mente de Nevin: su caída en el Bosque Negro, la posterior captura, el pesadillesco viaje. Maldijo para sus adentros y cerró los ojos, preguntándose qué estaría pasando en Aurora y en qué situación estaba su hermana.

La puerta volvió a abrirse y otra persona entró rápidamente. Cuando alzó la vista para mirarla, Nevin se quedó paralizado.

-Alabada sea la Sagrada Dualidad -susurró Aldara.

Le preguntó algo, pero Nevin ni siquiera la oyó.

Sus ojos tenían que estar engañándole, pues no era posible que aquella mujer, de figura voluptuosa y penetrante mirada, fuera la misma rosa sin florecer con la que él se había casado hacía casi cinco años.

Había ganado en altura, tal vez ahora alcanzaba a Setenme; su llameante cabellera caía libremente, sin más adorno que una diadema sencilla, y algunos rizos rebeldes caían oportunos sobre la blanca piel de su apretado escote.

No habría podido ver ni percibir nada más, de no ser porque de sus labios brotó su nombre como una caricia.

-Por los dioses -respondió-. Aldara... has cambiado.

Ella sonrió levemente.

-Vos también.

Nevin fue repentinamente consciente de sí mismo: la barba crecida e incómoda, su delgadez, la debilidad de sus miembros.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora