XIV

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La tormenta parecía no querer abandonar la región, descargando intermitentemente y cada vez con más fuerza. Poco antes del anochecer trajo agua, viento y truenos como para hacer naufragar un barco, y Nevin pensó brevemente en Tubal y sus hombres, esperando que estuviesen a salvo.

Acababan de cruzar los límites de Serraria bajo la apariencia de un matrimonio de viaje. Los dos soldados hesperanos que los habían identificado habían cumplido con su deber con indiferencia, claramente molestos por el puesto asignado, y Nevin tenía que dar gracias al clima por ello. No quería tener que detenerse en una lucha que lo retrasara más, sobre todo cuando sentía que estaban tan cerca. El brazalete que llevaba en el bolsillo lo atestiguaba.

Era un milagro que lo hubieran encontrado, semioculto por el barro como estaba, pero las piedras habían brillado en el momento justo. Lo reconoció de inmediato y tenerlo ahora con él le causaba una mezcla de ansiedad y consuelo, como si pudiera tocarla a través de aquello que había estado sobre su piel. Podría haber continuado hasta el infinito tan sólo alimentado por la sensación que le producía, pero cuando la noche cayó sobre ellos tuvo que aceptar que no podía seguir ignorando que no estaba solo. Una posada en el camino apareció como si el destino estuviera de acuerdo.

—¿Nos detenemos, alteza? —preguntó Brianda cuando Nevin guió el caballo hacia allí.

—No podremos seguir toda la noche bajo la lluvia y no hemos comido desde el mediodía. El caballo también necesita reposo.

Después de ser recibidos el palafrenero se encargó del animal y Nevin se acercó con presteza al posadero, un hombre de mediana edad fornido y gesto malhumorado que ni siquiera levantó la cabeza para atenderlo.

—¿Cena y cama? —preguntó sin más preámbulos.

Nevin miró a Brianda, que aguardaba tras él. Estaba pálida y le sacudió una punzada de culpabilidad al contemplar su aspecto frágil. Asintió y mandó también que se encargaran de poner sus capas a secar, tras lo cual fueron enviados a una mesa en el comedor de la posada.

Nevin caminó observando discretamente la clientela, más que dudosa, y mientras su mano descansaba en el pomo de la espada se preguntó si tendría que desenvainarla antes de marcharse.

—Después de comer subirás a dormir un rato —dijo a Brianda cuando estuvieron sentados. Levantó una mano cuando ella lo miró dispuesta a protestar—. No discutas, harás lo que te digo.

—Por supuesto, alteza —susurró ella bajando la cabeza.

Nevin contuvo una mueca. Toda su vida su linaje había estado por encima de la mayoría, con lo que estaba más que acostumbrado a ser tratado con gran respeto; sin embargo aquella sumisión de repente se le hacía extraña, incómoda, como si le viniera grande. En su mente apareció el salón del trono iluminado por los pálidos rayos del sol y la corona que siempre había adornado la cabeza de su hermana en los momentos solemnes, resplandeciente en toda su dorada gloria.

Cerró los ojos y apenas fue consciente de que traían la comida. No tenía hambre y tan solo dejó allí el plato humeante, casi deseando que alguien se acercara buscando pelea. Cuando intentó desviar sus pensamientos de lo que ya no podía controlar, cayeron donde lo hacían siempre.

Aldara.

La última vez que había estado con ella la había sentido tan suave y delicada, apasionada y ardiente, sin imaginar que una vida crecía dentro de ella. La vida de su hijo, concebida en aquella repugnante celda donde no había podido refrenar sus impulsos. Se imaginó cómo sería, si tendría sus ojos o los de ella, su cabello, si sería niño o niña... Un varón mantendría fuerte su linaje, pero imaginar una niña, una pequeña versión de ella, le producía una emoción que jamás habría imaginado.

El pensamiento de que estaba separada de él por la fuerza le enloquecía.

Incapaz de seguir sin hacer nada con las manos sacó el brazalete y la daga. En silencio, ante los ojos asombrados de Brianda, desprendió una gema y la sostuvo en la palma de su mano, manteniéndola alejada de cualquier fuente de luz.

En realidad, una pelea en ese momento no era lo que les convenía, y una esmeralda necesitaba muy poco para brillar.

Miró al posadero, al que pensaba pagar con aquella piedra dado que no les quedaba nada más de valor, habiéndose desprendido ya del medallón de acero y diamante. Intentó no pensar en su espada perdida y apretó la gema en su puño. Compensaría a Aldara por aquello cubriéndola de joyas, si ella lo deseaba.

Cuando iba a levantarse, de pronto lo pensó mejor; volvió a sacar la daga y extrajo otra piedra.

—Ahora vuelvo —dijo a Brianda.

Atravesó el salón entre murmullos indiferentes y conversaciones que no le interesaban, hasta que una voz más alta que las demás pronunció la palabra «revuelta». Se detuvo brevemente y giró la cabeza hacia el origen, pero sólo alcanzó a distinguir las palabras «demasiado tiempo» entre los ruidosos murmullos de la mesa, ocupada por unos seis o siete hombres. Continuó su camino evocando una llama junto a un barril de pólvora, y llamó la atención del posadero con unos golpes en la mesa.

—Quiero pagar la comida, y algo más, si vendes información.

—¿De qué se trata?

—Dos forasteros; en especial, una mujer. Joven, pelirroja, viste de blanco.

El posadero lo miró a los ojos por primera vez.

—¿Qué es lo que ofreces?

Nevin hizo saltar en el aire la primera esmeralda, que refulgió como los ojos del hombre al verla. Cayó directamente en sus manos.

—Otra como esa, pero sólo si no descubro que me engañas.

La piedra desapareció rápidamente de la vista y el posadero recuperó su aire indiferente, aunque sus ojos seguían brillando.

—Tal vez alguien aquí haya visto a una mujer así.

—Tal vez lo quieras llamar antes de que el gallo cante.

El posadero se giró y dio una voz. Al momento, el palafrenero se acercó a la carrera.

—Aquí estoy.

—Esta tarde me contaste que habías visto una mujer de pelo rojo, ¿no es así? —el chico asintió—. El señor quiere escuchar la historia.

—Fue antes de ponerse el sol, un hombre llegó y pidió cambiar su caballo. La mujer tenía la piel muy blanca y ojos verdes, parecía una ninfa. También parecía un poco enferma...

El pulso de Nevin se aceleró.

—¿Dijeron a dónde iban?

—No, señor, pero la tormenta volvió poco después.

—Nadie en su sano juicio habría continuado por esos caminos con semejante aguacero —intervino el posadero—. Lo más probable es que se hayan refugiado en el pueblo vecino, está a unos treinta kilómetros al Este.

Nevin le lanzó la segunda esmeralda, que el posadero atrapó con habilidad, y volvió a la mesa, donde Brianda ya había terminado su comida. Apoyó las manos en la superficie de madera y se inclinó hacia ella.

—Brianda, he de irme. Si espero a que termine la tormenta tal vez vuelva a perderlos y no estoy dispuesto. Te acompañaré a tu cuarto, así podrás descansar.

Ella se levantó.

—No, alteza, por favor. Estoy bien, prefiero acompañaros.

—Pero estás agotada. Mira, si tienes miedo de quedarte aquí sola...

Ella negó con la cabeza.

—No, alteza. Sólo quiero encontrarla también. Disculpe el atrevimiento, pero la señora Aldara es para mí como una hermana.

Nevin sonrió.

—Estoy seguro de que ella piensa lo mismo de ti.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora