XVII

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La corona permanecía en el asiento del trono. Todos los consejeros se hallaban reunidos, con pensamientos similares en la cabeza: las calles silenciosas impregnadas del dolor de la pérdida y la incertidumbre; sus ciudadanos refugiados en sus casas con la amarga sensación del abandono, la total indefensión de saberse desamparados y en medio de una guerra cruel que conocían demasiado bien. El duque de Terrallana, consejero de mayor rango y más cercano a la casa real, los miraba por turno recorriendo cada rostro, el gesto grave, pero resuelto.

—Nuestro reino ha sufrido la pérdida más terrible imaginable, pero si hay tragedia mayor que perder a su amada reina, es no tener quien tome su carga en las manos. Todos sabemos lo que el príncipe Tubal trató de hacer siguiendo la última voluntad de nuestra soberana. A causa de esto se nos ocultó su terrible agonía y Luminaria ha tenido que pagar un alto precio por el trato que se suponía nos traería de regreso a su sucesor antes de su terrible final. Sin embargo, parece que los dioses nos han castigado a todos y ahora no tenemos ni rey ni territorios.

Empezó a formarse un coro de murmullos dándole la razón. Un poco más alejado, manteniéndose tan oculto como le era posible, Tubal desviaba la vista hacia el ventanal más próximo sintiéndose insignificante, tan pequeño como las motas de polvo que se arremolinaban entre los rayos del sol que se filtraba, y aún menos valioso. No podía evitar exponerse a la vergüenza de su fracaso, pero habría dado su vida con tal de no haber llegado a Aurora con las manos vacías, tan inútil para proveer de un sucesor a su amada esposa ahora como lo había sido antes, durante su infructuoso matrimonio.

Una y mil veces habría deseado tomar una simple decisión en el camino, y era haber empleado la fuerza de Wardjan de la manera que fuese para impedir a su hermano en sacramento alejarse de lo que era su deber por primera vez en su vida. La primera, la única, sólo por aquella hesperana que lo había envenenado. Con los ojos húmedos, maldijo el día que Setenme firmó aquel tratado y consintió ese matrimonio.

En medio de la sala, el duque continuaba su discurso bien ensayado. No quería seguir escuchándolo, pero cualquier cosa era mejor que abandonarse a la ira.

—Hoy, un día después de que nuestra reina fuera sepultada, no tenemos a nadie que se siente en el trono; nadie que se ciña la corona. Hoy es un día doblemente triste para nuestro reino, y es también el día en que tenemos que empezar a tomar decisiones...

—Eso no será necesario —exclamó una voz, resonando por cada rincón de la sala.

Al instante todos volvieron la cabeza hacia la entrada del salón, y Tubal se irguió para contemplar atónito a quien en ese momento atravesaba las puertas. Más murmullos sirvieron de acogida a Nevin Ghereber, el hermano de la reina y —hasta la noche anterior— su legítimo sucesor, que caminaba a paso firme con su esposa hesperana al lado, directamente hacia el lugar de honor de la sala.

—Sobrino, es un alivio ver que has regresado al fin, sano y salvo —dijo el duque— pero tu aparición es tardía. Las leyes son claras y tú sabes muy bien cuáles son.

—En el tercer anochecer el Culto debe reconocer al rey o éste será ilegitimado —respondió él con voz firme y potente—. Todos lo sabemos, querido tío.

Sin detener su caminar en ningún momento ascendió los tres escalones que alzaban el trono y se volvió para enfrentar a los aún perplejos consejeros. Su mirada era brillante y afilada como el acero mientras se abría la camisa en silencio, y una exclamación colectiva recibió la visión que ofreció a los presentes.

Unas líneas, unidas como una mano fantasmagórica, empezaron a brillar sobre su corazón, al sol que se derramaba sobre él por la gran cúpula del techo.

—Me presento aquí y ahora: yo soy el sucesor de la reina Setenme, mi hermana. Yo soy el rey de Luminaria.

Aldara lo miró orgullosa mientras todos, incluido el duque, caían al suelo de rodillas, bajando la cabeza ante él, y cerró los ojos sintiendo cómo el corazón golpeaba en su pecho. Al abrirlos se encontró con la mirada de Nevin y lo que vio ya no era el brillo acerado de una espada, sino el fuego que la fascinaba y mantenía atrapada como a una mariposa.

Y sonrió cuando él lo hizo, sabiendo que sentía lo mismo.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora