VII

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El resplandor blanco de las rocas creaba un aura celestial en torno al lago. Aldara se maravilló ante la hermosa vista, acercándose despacio hasta el borde, y al fin pudo dejar de pensar en la horrible tormenta.

El ruido de la arena golpeando el parapeto, junto a los lastimeros relinchos de los asustados caballos, le habían impedido conciliar el sueño incluso acurrucada entre los brazos de Nevin, que se había colocado protector entre ella y los demás hombres. Pasadas las horas la inquietud se había convertido en necesidad de alejarse de allí, y finalmente se había levantado. El guardia de turno no le había dicho nada y ella se había adentrado aliviada en la caverna, pensando en el frescor del agua.

Con las piernas sumergidas, sentía una inmensa paz tan sólo respirando lentamente. Desde allí ya no se oía la tormenta y el silencio sólo era roto por el relajante movimiento del agua. El lugar transmitía una serenidad que hacía mucho tiempo no había podido disfrutar, y sin pensarlo se deslizó por completo para nadar en las misteriosas aguas.

Qué agradable era encontrarse rodeada por aquel frescor y aquel silencio... Tan absorta estaba que no escuchó los pasos a su espalda, pero cuando sonó un chapuzón detrás de ella se sobresaltó y giró rápidamente. Al instante, su alarma se transformó en regocijo mientras su marido la envolvía entre sus brazos.

—Desperté y no estabas. Pensé que a lo mejor te habías perdido...

—¿Y has venido a buscarme?

Se apoyó en su pecho y cerró los ojos, dejándose arrullar por el latido de su corazón. Entre sus brazos se sentía tan segura, tan protegida. Aquel era su refugio seguro. Nevin alzó su barbilla para que le mirase y cubrió su boca con la suya.

—Siempre —susurró antes de volver a besarla.

Los besos de Nevin siempre eran cálidos, lentos, y hacían que un fuego se prendiera en su cuerpo desde el centro; si se prolongaban, en poco tiempo todo su interior parecía arder en llamas, y la dificultad para pensar, coordinarse o respirar alcanzaba niveles titánicos. Sin embargo había algo que Aldara era incapaz de olvidar y era el pudor con el que había sido criada... por eso cuando las manos de Nevin ya se encontraban muy por debajo de la superficie del agua, se apartó de él haciendo acopio de toda su voluntad.

—No podemos... aquí... ellos...

Nevin no parecía dispuesto a razonar y volvió a tomarla entre sus brazos para seguir besando su cuello, tan vilmente arrancado de sus labios.

—El soldado de guardia ya me ha visto venir, es absurdo contenerse —declaró con toda tranquilidad.

Aldara abrió mucho los ojos y volvió a apartarse.

—Por los dioses, qué vergüenza —exclamó dándose la vuelta y cubriendo su cara con las manos.

Nevin, sin permitir tregua alguna, rodeó su cintura con los brazos y empezó a besar sus hombros. Sus manos parecían estar en todas partes al mismo tiempo, y por debajo de su cintura su miembro se apretaba duro contra su carne, ansioso, haciendo que sintiera su centro inflamarse por el fuego. La respiración se había reducido a un trabajoso jadeo.

—Aldara, te necesito...

—Por favor... mañana no podré mirar a ninguno... —suplicó ella en un hilo de voz, con tan poca convicción que ya lo sentía una batalla perdida.

—Pues mírame a mí. Quiero que siempre me mires a mí.

La voluntad puede ser tan firme como el acero templado o quebrarse con la misma facilidad que la cáscara de un huevo, y Aldara, antes de darse cuenta, estaba rodeándole con los brazos y las piernas, respondiendo a su mismo frenesí, y preguntándose en algún rincón de su mente por qué había tardado tanto en hacerlo.

La tormenta había pasado cuando amaneció y Aldara abrió los ojos, tendida en el suelo de piedra. Pese a que le había parecido ridículo, Nevin había accedido a regresar al campamento después que ella, y aun así se había dormido pensando que el soldado de guardia no les quitaba ojo de encima.

Al incorporarse vio que había sido la última en despertar y que Nevin estaba con los demás hombres, hablando en grupo frente a la entrada de la cueva, por donde entraba la claridad de la mañana. Los caballos ya no se encontraban allí, así que era evidente que partirían esa misma mañana.

Entumecida por todo el cuerpo intentó ponerse en pie, pero una repentina sensación de vértigo hizo que se quedara quieta con los ojos cerrados. Al abrirlos vio que Brianda se había acercado con el desayuno.

—Nos han dicho que saldremos pronto —explicó tras darle los buenos días—. Comed un poco, no sabemos cuándo volveremos a parar.

Aldara miró con desagrado los trozos de pescado seco que tenía delante. Intentó forzarse a tomar un poco, pero una sensación de nausea se había instalado en su estómago y fue incapaz de tragar más de dos pedazos minúsculos.

—¿Os encontráis bien, señora? Estáis pálida...

—No pasa nada, creo que sólo necesito un poco de aire.

Brianda la ayudó a levantarse y caminaron lentamente hacia la entrada de la cueva, donde al verlas el grupo de hombres cesó sus conversaciones. Aldara inspiró hondo, recordando la noche anterior, y se preguntó qué estarían pensando.

—¿Podemos salir, comandante? —pidió, evitando su mirada y las de todos los demás, incluyendo a su marido.

Tras un momento de reflexión, Andros asintió.

—Hay un hombre vigilando fuera, pero en cualquier caso no os alejéis del carruaje.

Una vez en el exterior el soplo de la brisa matutina pareció aliviar su malestar, aunque no evitó que terminara vaciando el escaso contenido de su estómago tras unos pocos pasos.

—Sentaos aquí —dijo Brianda guiándola hacia una roca a la sombra de un gran árbol—. Respirad hondo.

Aldara obedeció con los ojos cerrados y poco a poco empezó a sentirse mejor. Finalmente puso voz a los pensamientos que la rondaban desde hacía varios días.

—Brianda, creo que estoy embarazada.

La doncella la miró con los ojos muy abiertos y después empezó a asomar en sus labios un amago de sonrisa, pero la fuerte voz del comandante Andros las hizo volverse rápidamente.

—Disculpad, señora. Nos vamos.

Se miraron por última vez y guardaron silencio. En el carruaje, que las esperaba a pocos metros, habría tiempo para hablar, y a él se dirigieron mientras el resto de la comitiva empezaba a montar los caballos.

—Está intacto, gracias a los dioses —indicó Wardjan, que se encargaba de conducir el carruaje, ayudándolas a subir—. Tan sólo ha perdido los estandartes, pero eso también ha sido una suerte.

—¿Cómo es eso?

Con una mirada rápida se dio cuenta de que los caballos tampoco llevaban ningún signo del reino de su padre, e incluso lo que le pareció aún más extraño: los soldados de su hermano habían cubierto con las capas sus cobrizas armaduras, como si quisieran ocultarlas.

—Nos hemos desviado del rumbo, señora. Ya no estamos en sus dominios.

Dirigió una mirada elocuente al comandante Andros, que dio la orden de iniciar la marcha. Aldara se acomodó en el carruaje sin saber qué pensar de aquel nuevo giro de los acontecimientos, y mientras tanto se entretuvo contemplando un extraño resplandor sobre la copa de un árbol.

Se preguntó qué sería.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora