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Al Bosque Negro también se lo llamaba «el país de las tinieblas», porque de tan frondoso y elevado, el escaso sol que se filtraba por el ramaje caía como rayos de luna. Poseía una extensión que rivalizaba con cualquiera de las dos capitales de los reinos del este y el oeste, y aún en el presente ningún hombre podía reivindicar el mérito de haberlo explorado por completo. Se contaban incluso leyendas donde se aseguraba que estaba vivo y cambiaba, aunque los intrépidos que -por orden o voluntad- se adentraban en él enseguida adquirían constancia de que si había algo vivo allí eran las muchas criaturas feroces que lo poblaban, no sólo irracionales.

Árboles innumerables y aglutinados entre sí, oscuridad eterna y sanguinarios salvajes acechando a su amparo, el mordiente frío del Norte... Si más allá de aquel mundo existía un infierno para los guerreros, el Bosque Negro había de ser la antesala. Y lamentablemente para los soldados de aquella guerra, también era el lugar de paso y contención más importante de todo el continente.

La noche, o tal vez mañana, que la guarnición lumentina fue atacada en su puesto fue tras dos semanas de esperar el relevo. Con pocas provisiones en sus reservas y los ánimos encendidos, un pequeño grupo se internó contradiciendo las órdenes y cuando el comandante Ghereber lo descubrió, al ver que no regresaban, se vio obligado a enviar una partida de rastreadores tras ellos; cuando estos volvieron fue con varios jirones ensangrentados entre las manos y para informar de que algo se había dado un festín con sus hambrientos compañeros.

También llegaron con una sombra de la que no se percataron y que informó de su posición rápidamente.

El ataque fue rápido y la lucha larga y despiadada. Los hesperanos aparecieron ávidos de destrucción y los lumentinos respondieron con idéntica saña.

La única estrategia fue sobrevivir.

El diestro brazo de Nevin, como si estuviera poseído, descargó mandobles destrozando metal y cercenando carne y huesos, embriagado de la sangre que derramaba y de la que latía hirviente en sus venas; tanto así, que apenas sintió la espada de su enemigo cuando esquivó su escudo y le atravesó el costado, segundos antes de que la cabeza del audaz soldado rodara por la nieve sin que su verdugo le concediera otro pensamiento.

No notó el cálido reguero que surcaba su piel bajo la armadura, tiñendo cada capa de tejido y marcando sus pasos en el suelo. El brazo y la espada continuaban su ardorosa lucha, imperturbables, hasta que finalmente, cuando los gritos casi se habían apagado, su visión empezó a nublarse sobre la imagen de sus hombres sobre la nieve teñida de rojo. Sus agarrotadas piernas desfallecían, y lo último que alcanzó a oír antes de desvanecerse fue su propio nombre a gritos.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora