VII

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Despertar preguntándose cuánto habría sanado durante la noche ya era rutina para Nevin. Tras los últimos acontecimientos en la sala de interrogatorios ya sólo podía ordenar furioso a sus heridas que sanaran de una vez, más por amor propio que esperanza de que le sirviera para algo. La sensación de vulnerabilidad era incómoda, angustiante, y cada día que pasaba débil entre aquellos muros sentía que acabarían por aplastarle.

Haciendo caso omiso del dolor ejercitaba sus músculos hasta la extenuación, no sólo por fortalecerlos, sino por distraer su mente de las horas que parecían no pasar; comía con ansia cada alimento que recibía, como si intentara atesorar los nutrientes, y según pasaban los días había empezado a desarrollar la manía casi obsesiva de lavarse a todas horas, como si creyera que la sordidez de la mazmorra se le contagiaría a través de la piel, y acababa gastando toda su agua mucho antes de caer la noche.

No eran pocos los momentos en que pensaba que se estaba volviendo loco.

Había pasado una semana. Sabía cuántos eran los días porque siete eran las veces que el carcelero le había llevado sus escasas raciones, y aquella cifra le trajo nostalgia de lo que jamás pensó que recordaría con anhelo.

Fue durante su entrenamiento, cuando era un mozalbete que había visto poco más que las tierras de sus padres. En su época el maestro de armas era el viejo capitán Dain, severo y exigente como pocos. Mucho antes de permitirles tocar una espada de verdad, cuando contaban entre diez y doce años, los obligaba a superar una prueba que él llamaba «el semanario» y suponía una auténtica criba: los que conseguían llevarlo a término invariablemente se convertían en grandes caballeros.

Siete semanas solos, perdido en los inhóspitos páramos de la región baldía, tan cerca de los límites de su reino con la estepa norteña. Cuarenta y nueve interminables días en esa llanura infernal infestada de alimañas y de repente, después de veinte años de batallas, siete días de encierro le hacían echarla de menos sólo porque allí podía correr hasta caer agotado, mientras que en aquella maldita tumba de cuatro paredes lo único que se movía a toda velocidad eran sus nervios hormigueando por todo el cuerpo. Le negaban el sueño, le hacían insoportable la vigilia, y habían acabado por transformarse en una constante furia que ahora sentía hacia todo: sus captores, sus heridas, su cuerpo, el maldito Bosque Negro...

Siete días sin saber de Aldara, y el último recuerdo que tenía de ella era su voz desgarrada, gritando tras la puerta de la cámara de interrogatorios, antes de recibir el golpe que lo dejó inconsciente.

¿Era dolor lo que había sentido por él? La pregunta lo atormentaba igual que sus nervios, haciéndolo sentir culpable de su suerte, de su cargo y de su nombre. Su negligencia era la que lo había llevado hasta allí, y eran su reino, su hermana y su esposa los que habían de sufrir las consecuencias.

Aldara... cómo deseaba escuchar su voz suave, pronunciando su nombre...

-Nevin.

Un susurro en el aire. Nevin cerró los ojos, maldiciendo su mente desquiciada.

-Nevin -volvió a sonar aquel murmullo.

Se volvió al fin, dispuesto a enfrentar a sus demonios, y al mirar la reja se quedó inmóvil.

Allí, bajo una capucha negra, ella le devolvía la mirada.

Incapaz de creer a sus ojos se lanzó hacia la puerta y sus manos buscaron su rostro, suave y cálido como no lo eran los sueños. Aldara era real, estaba allí, y de repente era como si su corazón volviera a cobrar vida.

-Creí que ya no vendrías nunca más.

Buscó su boca con desesperación; atrajo hacia sí su cintura, buscando el máximo contacto entre sus cuerpos. Aldara correspondió a sus besos con la misma ansia, los dedos enredándose entre los cabellos de su nuca, acariciando su rostro áspero como si su crecida barba fuera blanda y sedosa.

-No tenemos mucho tiempo, mi hermano me ha prohibido venir.

-Te oí gritar -dijo Nevin-. El otro día, cuando me llevaron a interrogar.

-Interrogar es una bella palabra para definir lo que te hacían.

-El rey se enfadó contigo. ¿Te hizo algo? -Ella bajó la cabeza y negó. Nevin cerró los ojos con impotencia-. No debiste meterte, no quiero que te expongas así.

-¿Cómo podía permanecer impasible?

Nevin sonrió. Su ingenua bondad aún conseguía sorprenderle. Decidió no insistir.

-¿Cómo has conseguido venir?

-La guardia de medianoche la forman sólo dos hombres. El carcelero de abajo es un soldado cojo y malhumorado que lleva diez años destinado en el mismo sitio, y Brianda se enteró de que el de arriba, que tiene ocho hermanos pequeños, acaba de perder a su padre. En ambos casos es bien recibida una inesperada bolsa de oro.

Nevin tuvo ganas de reír.

-Muy lista, pero ahora te hago una súplica: no vuelvas a venir. No te arriesgues así. No podría, además, tener que soportar que algo te ocurra. Prométemelo, por favor.

Aldara respiró hondo.

-Te prometo que no me arriesgaré a nada que no merezca la pena. Y no me pidas más que eso, por favor, pues no eres tú solo el que está cautivo entre muros, por más que los tuyos sean más sólidos.

Se miraron intensamente durante un momento, sus manos entrelazadas a través de los barrotes, compartiendo un silencio que parecía hablar más claro que cualquier discurso. Finalmente, Nevin atrajo su mano hacia sus labios y la besó. Ella cerró los ojos y le apretó los dedos antes de soltarle.

-Volveré en cuanto me sea posible -prometió.

Empezó a alejarse inmediatamente, pero Nevin la volvió a agarrar de la mano y la atrajo de nuevo para besarla con la misma pasión del principio. Finalmente, tras una última mirada Aldara se soltó y se marchó rápidamente, como si esa fuera la única manera en que podría hacerlo.

Nevin permaneció mudo viéndola hasta que ya noalcanzó a hacerlo, y escuchó entonces la lejana puerta cerrándose. Paraentonces había dejado caer la cabeza sobre los barrotes, cerrados los ojos,imaginando que sus manos aún acariciaban su rostro y rogando a los dioses porella.

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora