IV

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Bajo unas estrellas que parecía tener olvidadas Nevin aspiraba el aire fresco de la noche, lentamente, dejando que lo purificase por dentro y por fuera, aunque el baño caliente que había tomado tras salir de la celda ya había hecho mucho por su cordura.

No veía el momento de partir. Los caballos estaban listos y esperando a que Aldara subiese al carruaje de Tubal para emprender camino, mientras que él cabalgaría a su lado y junto con los siete soldados hesperanos designados para el viaje; aún no era libre del todo, pero pronto lo sería y ése era el único pensamiento de consuelo al que se aferraba después de aquella penosa resolución.

Para ese momento la furia ya se había desvanecido, habiendo dado paso poco a poco a un compendio de sentimientos entre resignación y melancolía que no era capaz de sacudirse de encima. Pensaba sobre todo en su hermana y en cuáles serían sus motivaciones para consentir aquel acuerdo absurdo, pues no entraban en la cabeza más que razones emocionales. Conociéndola como lo hacía, era consciente de que algo debía haberla sacudido con mucha fuerza para venirse abajo y ceder. Lo más seguro, una nueva pérdida de sus entrañas. No podía, aunque quisiera, permanecer enfadado con ella.

Y por su honor que tampoco iba a permitir que su reino se arrodillara ante nadie, territorios perdidos o no.

Volvió la cabeza hacia la escalinata de la entrada del palacio y estuvo a punto de dar una voz a Aldara para apremiarla, pero se contuvo. El rey permanecía impasible observando a su hermana abrazada a su nodriza, que lloraba a lágrima viva y parecía incapaz de soltarla. Probablemente era la única que la iba a extrañar, a juzgar por cómo la reina ni siquiera fingía interés y sólo miraba al vacío, y sus dos hijos eran demasiado pequeños como para recordarla pasados unos pocos años. No percibía hogar alguno allí de donde se la llevaba, pero era todo lo que había conocido hasta ahora y merecía despedirse a su propio ritmo.

Al fin Aldara se subió al carruaje junto a Brianda y el comandante Andros dio la orden de partir. Nevin se aferró a la rienda de su caballo notando en su muñeca, enrollado fuertemente, la cinta de donde pendían los restos de su espada Destino.

Había deseado poder sentir algo de su antigua fuerza emanando del acero, pero en aquel momento se veía tan desprotegido como en su celda de la torre, y no sólo porque le habían prohibido llevar encima cualquier arma. Haber perdido su espada dolía tanto como si le hubieran cortado la mano, y tendría que convivir con ello hasta que pudiera renacer en la forja.

Cabalgó a la altura del carruaje de Aldara un tiempo antes de percatarse de que lo estaba mirando, y cuando le devolvió la mirada se acercó para tomar la mano que ella le ofrecía.

—Es mejor que intentes dormir —le dijo—. Vamos a viajar toda la noche.

Ella asintió, pero antes de que la soltara lo agarró con más fuerza.

—Ten cuidado, la oscuridad es traicionera.

Algo duro tocó entonces la mano de Nevin, que asistió admirado a cómo una fina daga sin guarda se deslizaba bajo su manga en una gélida caricia. Nevin miró a su esposa y sonrió antes de llevarse a los labios su mano y besarla con gratitud, y ella le devolvió la sonrisa con la mirada inquieta. 

El fuego y la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora