Capítulo 3. La primera ola.

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Once de la mañana. Un cálido y soleado día de principios de primavera. Un día para garabatear, soñar y desear estar en cualquier parte que no fuera la clase de cálculo de la señorita Paulson.

Simplemente las luces se apagaron.

El proyector de la señorita Paulson murió.

La pantalla de mi móvil se quedó en blanco.

Alguien chilló en la parte de atrás del aula. Típico, da igual a qué hora del día suceda: si se van la luces, alguien grita como si el edificio se derrumbara.

Yo solo miré atrás, buscándole con la mirada.

Él comprobó que su móvil también había roto, como el mío.

Levantó la vista y lo primero que hizo fue mirarme. Me miraba con miedo. Ambos sabíamos que esto era el comienzo.

La señorita Paulson nos pidió que nos quedásemos sentados. Esa es otra de las cosas que hace la gente cuando se va la luz: se levanta de un salto para... ¿qué? Es raro. Estamos tan acostumbrados a la electricidad que, cuando se va, no sabemos qué hacer. Así que nos levantamos de un salto, chillamos o empezamos a balbucear como idiotas. Nos entra el pánico. Es como si alguien nos quitara el oxígeno. Sin embargo, con la Llegada la reacción fue aún peor. Después de pasar diez días con el alma en vilo, a la espera de que suceda algo sin que suceda nada, estás con los nervios de punta.

Lo normal habría sido que, después de ver a un avión caer en picado desde el cielo corriéramos todos a escondernos bajo los pupitres. No lo hicimos. Nos arremolinamos frente a la ventana y examinamos el cielo despejado en busca del platillo flotante que tenía que haber derribado el avión. Tenía que ser un platillo volante, ¿no? Sabíamos cómo funcionaba una invasión alienígena de calidad: platillos volantes navegando a toda velocidad por la atmósfera, con pelotones de F-16 en los talones, misiles tierra-aire y balas trazadoras saliendo de los búnkeres. De una manera irreal y enfermiza, queríamos ver algo así, habría sido una invasión alienígena absolutamente normal.

Todos seguíamos mirando por la ventana, sin saber exactamente qué es lo que pasaría. Simplemente nos quedamos allí. Observando. Menos Ben. Él se acercó a mí y tomó mi mano para arrastrarme hasta que pudimos alejarnos un poco de todos. Tomó mi cara entre sus manos y acercó su rostro mucho al mío, hasta que nuestras frente se tocaban.

-¿Tienes miedo?-Le pregunté en un susurro, mientras le agarraba con mis manos por la chaqueta.

Suspiró y negó, aún con su frente pegada a la mía. Tenía miedo. Pero yo también. Es normal que estemos asustados. Nada de esto es normal. Pero tampoco lo era la llegada de los Otros.

-Quiero sacarte de aquí-dijo y apartó el pelo que se había colado en mi cara-, pero mucho me temo que mi coche no funcionará.

-Ben...

Si íbamos a morir... Si los Otros iban a matarnos, antes tenía que decirle la verdad de lo que sucedió. No podía morir sabiendo que el aún pensaba que yo... Pero no me dejó hablar. Puso sus dedos sobre mis labios y me sonrió.

-No importa, Cassie. Te perdono.

Me perdonaba. Eso es lo que desearía haber escuchado hace un tiempo, aunque no tuviera que ser perdonada por nada. Sin embargo, su perdón en este momento era más importante que todo lo que estaba pasando a nuestro alrededor. Cuando rompimos me dijo que podríamos seguir siendo amigos, pero que nunca conseguiría su perdón por lo que hice. Solo han tenido que venir unos alienígenas para conseguirlo. Si lo hubiera sabido antes habría hecho que llegaran antes.

Ni un apocalipsis nos separará (Apocalipsis #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora