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Cap 3.

    Al amanecer vino a buscarla un mensajero, aburrido y rascándose  en el cuello un picadura de insecto, para decirle que al final de la mañana tenía que presentarse ante el Consejo de Guardianes. Cuando faltaba poco para que el sol llegase al mediodía, se aseó y se fue allá siguiendo las instrucciones.

     El Edificio del Consejo sorprendía por su magnificencia. Se conservaba desde antes de la Ruina desde tiempos tan remotos que aún no habían nacido ni los que ahora vivían ni sus padres ni sus abuelos.
    La gente sólo conocía la Ruina por el Cántico que se ejecutaba en la Reunión anual.

Se decía que el Cantor, que no tenía otro trabajo en el pueblo que la ejecución anual del Cántico,  preparaba la voz haciendo reposo durante varios días y bebiendo a sorbitos ciertos aceites. El Cántico de la Ruina era largo y agotador.

   Empezaba con el comienzo de los tiempos, y relataba toda la historia de la gente a lo largo de incontables siglos. Además daba miedo. La historia del pasado están llena de guerras y catástrofes. Daba miedo especialmente al evocar la Ruina, el final de la civilización de los antepasados.

      Los verso hablaban de emanaciones de humos venenosos, de grandes fracturas de la tierra, de edificios enormes desplomados y engullidos por el mar. Todos tenían la obligación de oírlo cada  año, pero al llegar a la descripción de la Ruina había madres que protegían a sus hijos más  pequeños tapando les los oídos.

   Muy pocas cosas sobrevivieron a la Ruina, pero el llamado Edición del Consejo se había mantenido en pie sin que nadie supiera la razón. Su antigüedad era incalculable. Varias ventanas conservaban todavía cristales con dibujos en tonos fuentes dorados y rojos, algo asombro, porque el conocimiento de cómo hacer vidrio tan notable se había perdido.
      Otros ventanas, aquellas  donde el cristal de colores se había roto, estában ahora cerradas con un vidrio grueso ordinario, que deformada la vista con sus burbujas y ondas. Otras estában simplemente cegadas con tablas y en el interior del Edificio había partes muy sombrías. Aún así, era imponente en comparación con las barrancas y las casas corrientes del pueblo.

   Al mediodía, como le había ordenado el mensajero, Nora entró y sola avanzó por un largo vestíbulo, alumbrado desde una y otra pared por las llamas que chisporroteaban en altas lámparas de aceite.

Allá al  fondo, al otro lado de la puerta cerrada, oyó que había una reunión:eran hombres que discutían si levantar la voz. El bastón hacía resonar el suelo de madera y el roce del pie de la pierna enferma en la tarina sonaba como el barrido de una escoba.

"Enorgullécete de tu dolor ", le había dicho siempre su madre "Eres más fuerte que los que no tiene ningúno".

Acordándose de aquellas palabras, trato de encontrar el orgullo que su madre le había enseñado a sentir. Enderezó sus flacos hombros y alisó los pliegues de su vestido suelto de tejido basto. Se había lavado con esmero en el agua del claro arroyo y se había limpiado las uñas con la punta de un palito.

Se había desenredado el pelo con el peine de madera tallada que perteneció a su madre, y que al morir está añadió al saquito  de sus cosas. Después se lo había trenzado, entretejiendo hábilmente los gruesos y oscuros mechones y atando el extremo de la pesada trenza con un tira de cuero.

Respiró hondo para tranquilizarse, y tocó con los nudillos en la maciza puerta de la sala donde ya
estaba reunido el Consejo de Guardianes. Se abrió una rendija y una cuña de luz se proyectó sobre las sombras del vestíbulo. Un hombre se asomó, mirándola con desconfíaza. Luego abrió más la  puerta y la invitó a pasar con un gesto

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