Pensó en su padre. Pero aquella escena era de un tiempo muy remoto, mucho antes de su padre y de toda su gente. Y los hombres sin vida punteados con nuditos rojos de sangre no eran más que una parte infinitesimal del manto, un abrir y cerrar de ojos, ahora olvidado excepto en el Cántico, cuando una vez al año el Cantor les recordaba el pasado.
Mirando el manto y alisándolo con sus manos limpias, Nora suspiró; no tenía mucho tiempo para esa clase de estudios. Había trabajo importante que hacer, y Jacobo estaba cada día más impaciente. Una y otra vez venía a su cuarto para comprobar, para cerciorarse de que estaba atenta a la labor y la iba a hacer con esmero.
En una de las mangas descubrió una zona que necesitaba arreglo urgente. Tensó aquella parte en el bastidor, y después, manejando con mucho tiento los delicados instrumentos de corte que le habían dado, fue cortando y sacando los hilos gastados.
Había una pequeña mancha sobre un complicado bordado de una flor en tonos dorados, parte de un paisaje que representaba hileras de altos girasoles junto a un arroyo verde claro. Alguien en lejanos tiempos, alguien que dominaba el arte, había hecho como si el arroyo fluyera, bordando en blanco unas líneas curvas que producían un efecto de espuma. ¡Qué talento el de aquel bordador! Pero habría que reemplazar los hilos manchados.
La labor era lentísima. Su madre, aunque sus dedos no tuvieran aquel saber casi mágico que tenían los de Nora, habría sido más experta, más diestra y más rápida.
Llevó los nuevos hilos dorados a la ventana y estudió las sutiles diferencias de matiz para escoger exactamente los que necesitaba para la reparación.
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Cuando la luz de la tarde empezó a disminuir, Nora suspendió el trabajo. Contempló la pequeña extensión de tela del bastidor, juzgando lo que había hecho, y decidió que estaba bien. Su madre lo habría aprobado. Jacobo lo aprobaría. Esperaba que el Cantor, cuando llegase la hora de vestir el manto, también estuviera satisfecho.
Pero le dolían los dedos. Se los frotó y dio un suspiro. Aquello no tenía nada que ver con sus bordados, con aquellas muestrecitas que había hecho durante toda su infancia. Desde luego no era como aquel bordado especial que nació por propio impulso entre sus manos junto al lecho de muerte de su madre, retorciendo y mezclando los hilos de maneras que ella no había aprendido para formar dibujos que jamás había visto. En aquellas cosas nunca se le habían cansado las manos.
Pensando en aquel trapito especial, fue a la caja tallada, lo desdobló y se lo echó al bolsillo. Allí lo sintió como algo familiar y bien recibido, como un amigo que le hiciera una visita.
Era casi la hora de la cena. Cubrió el manto extendido con una tela lisa para protegerlo, y después salió al corredor y llamó a la puerta de Tomás.
También el joven entallador estaba dando fin a la jornada. A la voz de "¡Adelante!", Nora entró y vio que estaba limpiando las hojas de sus herramientas y guardándolas. El largo báculo yacía sobre la mesa de trabajo, sujeto por una mordaza. Tomás sonrió al verla. Habían empezado a cenar juntos todas las noches.
—Escucha —dijo, señalando a las ventanas. Nora oyó ruido abajo, en la plaza central. Su cuarto, que daba al bosque, estaba siempre en silencio.
—¿Qué pasa?
—Asómate. Están preparándose para ir mañana de cacería.
Nora se acercó a la ventana y miró. Allá abajo se estaban reuniendo los hombres para el reparto de las armas. Las cacerías empezaban siempre muy temprano; los hombres salían del pueblo antes del amanecer. Aquello eran los preparativos. Nora vio que habían abierto las puertas de un almacén contiguo al Edificio del Consejo, y que de allí estaban sacando lanzas largas y amontonándolas en el centro de la plaza.
Los hombres levantaban las lanzas y las sopesaban, buscando cada uno la que le fuera mejor. Había discusiones. Vio a dos hombres tirando de la misma lanza, sin quererla soltar ninguno, dándose gritos.
En medio de aquella barahúnda, Nora vio que un pequeño personaje se metía entre los hombres y tomaba una lanza. Ninguno pareció darse cuenta; estaban cada uno a lo suyo, entre codazos y empujones. Uno ya se había hecho sangre con una punta, y estaba claro que otros acabarían hiriéndose en aquel reparto desorganizado. Nadie prestaba atención al niño.
Nora, desde su puesto de observación, le vio apoderarse de una lanza despreciada y apartarse triunfal a un lado del gentío. Junto a sus pies descalzos brincaba un perro.
—¡Es Mat! —exclamó espantada—. ¡Tomás, si es sólo un crío! ¡Es muy pequeño para ir a cazar!
Tomás salió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de Nora localizó por fin a Mat con su lanza. Se rió entre dientes.
—A veces los niños hacen eso —explicó—. A los hombres no les importa. Les dejan seguirles en la cacería.
—¡Pero, Tomás, es muy peligroso para un niño!
—¿Y a ti qué más te da? —dijo Tomás, extrañado—. No son más que críos. Hay todos los que se quiera.
—¡Es mi amigo!
Entonces Tomás pareció comprender. Nora vio que le cambiaba la cara y miraba hacia el niño con gesto preocupado. Ahora Mat estaba rodeado de la pandilla de revoltosos que le solían acompañar. Blandía la lanza, y los otros le contemplaban con admiración.
Nora notó una sensación extraña, como un latido en la cadera. Se llevó la mano para frotarse, pensando que quizá se hubiera apoyado con demasiada fuerza en el marco de la ventana; pero la mano se le fue instintivamente al bolsillo, y recordó que se había guardado allí el trapito. Tocó la tela y sintió que le transmitía tensión, peligro, un aviso.
—Por favor, Tomás —dijo apremiante—, ¡ayúdame a detenerle!
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En Busca Del Azul
Ficção AdolescenteLIBRO II 1-El dador de los recuerdos 2-En busca de azul