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  —Soy muy feroz —declaró Mat satisfecho—. Queríaisme ahogar, pero no habéis podidu porque soy muy feroz.

Por último le volvieron a vestir con su ropa andrajosa. Él se contempló, y de pronto echó mano a la correa que Nora llevaba al cuello.

—¡Dame! —dijo.

Ella se echó atrás, molesta.

—No, Mat —le dijo, desasiendo su mano de la correa—. Suelta. Cuando quieras algo, lo debes pedir.

—"Dame" es pedir —replicó él desconcertado.

—No, no lo es. Tienes que aprender modales. De cualquier modo —añadió Nora—, no es para ti. Te dije que era especial.

—Un regalu —dijo Mat.

—Sí. Un regalo de mi padre a mi madre.

—Para que le quisiera.

Nora se echó a reír.

—Quizá. Pero ya le quería.

—Yo quieru un regalu. Nunca lo tuve.

Riendo, Tomás y Nora le dieron la lisa pastilla de jabón, y él se la guardó solemnemente en el bolsillo. Entonces le soltaron. Ya los hombres y las lanzas habían desaparecido. Desde la ventana vieron cómo el pequeño personaje, seguido por su perro, cruzaba la plaza desierta y se perdía en la noche.

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    A solas con Tomás, Nora intentó explicarle el aviso que le había dado el trapito.

—Me produce una sensación en la mano —explicó, vacilante—. Mira.

Lo sacó del bolsillo y lo acercó a la luz, pero ahora estaba tranquilo. Notaba en él una especie de calma y silencio, nada parecido a la tensión que antes lo agitaba. Pero la decepcionó ver que no parecía más que un pedazo de tela; quería que Tomás lo comprendiese.

Dio un suspiro y dijo:

—Lo siento. Sé que parece una cosa sin vida. Pero a veces...

Tomás asintió.

—Quizá esa sensación sea para ti sola —dijo—. Mira, te voy a enseñar mi madera.

Y de una repisa que había sobre la mesa de las herramientas bajó un taco de madera clara de pino, tan pequeño que le cabía en la palma de la mano. Nora vio que estaba enteramente decorado con relieves que se entrecruzaban en curvas complicadas.

—¿Tú tallaste eso cuando eras sólo un crío? —le preguntó sorprendida, porque nunca había visto nada tan extraordinario. Las cajas y los adornos que había en la mesa de trabajo eran hermosas a su manera, pero mucho más sencillas que aquella maderita.

Tomás meneó la cabeza.

—Yo empecé a tallarlo —explicó—. Estaba aprendiendo a usar las herramientas. Me puse a probarlas en un taquito de madera inservible. Y la madera...

Titubeó, y se quedó mirando a la madera como si aún siguiera sin entenderlo.

—¿Se talló sola? —preguntó Nora.

—Exactamente. Al menos dio esa impresión.

—Lo mismo me pasó a mí con la tela.

—Por eso entiendo que la tela te hable. Igual me habla a mí la madera. Lo noto en la mano.

A veces me...

—¿Te avisa? —preguntó Nora, recordando lo tenso y tembloroso que parecía estar el trapito cuando vio a Mat con la lanza.

Tomás asintió.

—Y me tranquiliza —añadió—. Cuando vine aquí siendo tan pequeño, a veces me sentía muy solo y asustado. Pero tocar la madera me tranquilizaba.

—Sí, a mí a veces este trapito también me serena. Al principio estaba asustada, igual que tú, con tantas novedades. Pero tocar el trapito me daba ánimo.

Reflexionó un momento, tratando de imaginarse cómo tuvo que ser aquella vida en el Edificio para Tomás, llevado allí de pequeño.

—Yo creo que para mí es más fácil porque no estoy sola como estabas tú —le dijo—. Jacobo viene todos los días a ver mi trabajo. Y te tengo a ti al otro lado del corredor.

Los dos amigos permanecieron unos instantes en silencio. Luego Nora volvió a meterse la muestra en el bolsillo y se puso en pie.

—Debo ir a mi cuarto —dijo—. Hay mucho que hacer —y añadió—: gracias por ayudarme con Mat. Es todo un rebelde, ¿eh?

Tomás, devolviendo a su sitio la talla, asintió con una gran sonrisa.

—¡Hurrible de rebelde! —dijo, y los dos rieron con cariño hacia su pequeño amigo.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora