26.

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Desde la puerta abierta, Nora les vio marchar por el largo corredor: el hombre en cabeza, Mat caminando detrás con garbo y el perro a los talones de Mat. El niño se volvió a mirarla, dijo adiós con la mano y sonrió con gesto interrogante. Su rostro, con churretes del pegajoso caramelo, iba radiante de emoción. Seguro que en pocos minutos les estaría contando a sus compañeros por qué poco se había librado de que le lavaran. Y su perro también, y todas las pulgas.

Nora cerró sin hacer ruido y miró a su alrededor.

      *        *       *

No podía dormir. ¡Todo era tan extraño!

Sólo la luna resultaba familiar. Aquella noche estaba casi llena, y a través del cristal de las ventanas bañaba de luz de plata su nueva casa. En una noche así, cuando vivía con su madre en la barraca sin ventanas, quizá se habría levantado para gozar de la luz de la luna.

Había noches de luna en que madre e hija salían fuera, bajo la brisa, y defendiéndose a cachetes de los mosquitos contemplaban el paso veloz de las nubes sobre el disco luminoso, en el cielo nocturno.

Aquí la brisa de la noche y la luz de la luna entraban juntas por la ventana entreabierta.

La luz resbalaba en la mesa del ángulo e iluminaba de lado a lado el suelo de madera barnizada.

Nora veía las sandalias junto a la silla donde se había sentado para quitárselas. Veía el bastón apoyado en el rincón, proyectando su silueta en la pared.

Sobre la mesa veía el bulto de los objetos, las cosas que Mat le había traído envueltas.

Se preguntó qué habría escogido. Quizá no hubiera tenido tiempo de escoger porque ya estaban encendiendo el fuego; quizá se limitara a agarrar lo que podía con sus manitas impetuosas y generosas.

Allí estaba su bastidor. Mentalmente dio las gracias al niño. Mat sabía lo que el bastidor significaba para ella.

Hierbas secas en una cestita. Se alegró de tenerlas; ojalá se acordase de para qué servía cada una. No era que hubieran tenido ninguna utilidad para su madre cuando llegó la enfermedad terrible; pero para las cosas pequeñas, para un dolor en un hombro o una picadura infectada e inflamada, para eso sí eran útiles las hierbas.

Y se alegró de tener la cestita, porque la había hecho su madre con juncos del río.

Algunos tubérculos gruesos. Nora sonrió al imaginarse a Mat agarrando provisiones, probablemente tirando de paso un bocado. Ahora ya no los necesitaría.

La cena que le habían traído en una bandeja era sustanciosa: pan recio y una sopa de carne y cebada con muchas verduras, y muy sazonada con hierbas que saboreó pero no supo reconocer.

La tomó en un cuenco de loza vidriada, con una cuchara de hueso, y después se limpió la boca y las manos con un paño fino que venía doblado.

Era la primera vez que cenaba con tanta elegancia. Y con tanta soledad.

En la pequeña colección de cosas había prendas de vestir de su madre, dobladas: un chal grueso con borde de flecos, y una falda manchada de los tintes que usaba su madre, de tal
manera que la tela, sencilla y lisa, parecía decorada con vetas de color.

 Pensando soñolienta en la falda manchada de su madre, Nora imaginó cómo podría utilizar sus hilos para ribetear aquellas vivas ráfagas de color, de modo que con habilidad —y con tiempo; llevaría tiempo— se pudiera transformarla en prenda adecuada para alguna celebración. No porque hubiera tenido nunca nada que celebrar. Pero quizá esto: su nueva vivienda, su nuevo trabajo, haber salvado la vida.

Daba vueltas en la cama, desasosegada. Sentía un objeto en el cuello. Venía también en elenvoltorio de Mat, y fue lo que más apreció de todo lo que el niño había rescatado. 

Era el colgante que su madre llevaba siempre, pendiente de una correílla y oculto bajo la ropa. Nora lo conocía, lo había tocado y acariciado a menudo cuando era tan pequeña que aún mamaba.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora