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—No hay fieras —dijo. Nora la miró de hito en hito. Claro que no había fieras que se acercaran a aquel claro con hogueras encendidas.

Y daba la impresión de que la anciana no salía nunca del claro, no hacía nunca el camino hasta el pueblo. "Todo lo que necesito está aquí", había dicho a Nora, hablando con desprecio del pueblo y su ruidosa vida.

Pero de todos modos había vivido hasta las cuatro sílabas y había adquirido cuatro generaciones de sabiduría.

¿Por qué hablaba de pronto como un crío ignorante, fingiendo que no había peligro? ¡Como Mat cuando se aporreaba el pecho soltando bravatas y se pegaba espartina diciendo que eran pelos de hombre!
No por hablar así se estaba más seguro.

—La oí gruñir —dijo en voz baja.

—Nombra los hilos —ordenó Anabela.

Nora dio un suspiro.

—Milenrama —dijo, y puso un amarillo pálido al lado del pardo oscuro. La tintorera asintió.

Nora examinó a la luz otro amarillo más brillante.

—Tanaceto —decidió finalmente, y la tintorera volvió a asentir.

—Gruñía —dijo Nora otra vez.

—No hay fieras —repitió la tintorera con firmeza.

Nora siguió clasificando y nombrando los hilos.

—Granza —dijo acariciando aquel rojo intenso, que era uno de sus favoritos.

Tomó un lavanda pálido y frunció el ceño—. Éste no lo conozco. Es bonito.

—Baya de saúco —dijo la anciana—. Pero no es sólido. No dura.

Nora envolvió los hilos color lavanda en la mano.

—Anabela —dijo por fin—, gruñía. De verdad. —Entonces sería un ser humano haciendo de fiera —le dijo Anabela con voz firme y rotunda—. Alguno que ha querido asustarte para que no vengas al bosque.

No hay fieras. Entre las dos, despacio, clasificaron y nombraron los hilos. Más tarde, al regresar a casa por el bosque silencioso, sin sonidos atemorizadores en la espesa maleza que flanqueaba el camino, Nora se preguntó qué ser humano la habría seguido y por qué.

           *            *         *

—Tomás —le dijo mientras cenaban juntos—, ¿tú has visto alguna fiera?

—Viva no.

—¿Muerta sí? —Todos las hemos visto. Cuando las traen los cazadores. La otra noche, ¿no te acuerdas?
Las trajeron después de la cacería. Había un montón enorme en el patio del carnicero.

Nora arrugó la nariz al recordarlo.

—¡Soltaba un tufo! —dijo—. Pero, Tomás...

Él esperó a su pregunta. Esa noche, para cenar, les habían servido carne en una salsa espesa.

Al lado, en el plato, venían unas patatitas asadas.

Nora apuntó a la carne de su plato.

—Esto es lo que trajeron los cazadores. Es liebre, me parece.

Tomás asintió con la cabeza. —Todo lo que trajeron los cazadores era como esto. Conejos. Algunas aves. No había
nada, en fin, que fuera muy grande.

—Había ciervos. Yo vi dos en la carnicería.

—Pero los ciervos son pacíficos, asustadizos. Los cazadores no traen nada que tenga garras ni colmillos. No cazan lo que se dice fieras.

Tomás se estremeció.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora