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Cap. 9

En el manto del Cantor sólo había unas pocas manchitas pequeñas de azul antiguo, desvanecido casi a blanco. Después de cenar, cuando ya estaban encendidas las lámparas de aceite, Nora lo examinó con atención. Extendió sobre la mesa grande sus hilos, los de su pequeña colección y los muchos otros que le había dado Anabela, sabiendo que tendría que casar los matices con mucho cuidado a la luz del día antes de empezar los arreglos.

 Fue entonces cuando se dio cuenta —con alivio porque no habría sabido repararlo, y con desilusión porque el color del cielo habría sido una adición muy bonita al dibujo— de que ya no quedaba nada de verdadero azul, sólo indicios de lo que hubo antaño.

Una y otra vez repetía en voz alta los nombres de las plantas, intentando componer con ellos una cantinela para fijarlos en la memoria. "Malva real y tanaceto, granza y galio...".

Pero ni rimaban ni pegaban bien unos con otros.

Tomás llamó a la puerta. Nora le recibió con alegría, le enseñó el manto y los hilos y le contó su día con la anciana tintorera.

—No me acuerdo de todos los nombres —dijo contrariada—. Pero estoy pensando que si por la mañana me acerco a donde estaba mi barraca, es posible que allí sigan estando las plantas de la huerta de mi madre, las que usaba para hacer los colores. Y si las veo me entrarán mejor los nombres. Únicamente espero que Vandara...

Se interrumpió. No había hablado de su enemiga al entallador, y sólo pronunciar su nombre le daba miedo.

—¿La de la cicatriz? —preguntó Tomás.

Nora asintió.

—¿La conoces?

Él negó con la cabeza.

—Pero sé quién es —dijo—. Todo el mundo lo sabe.

Cogió una pequeña madeja de carmesí oscuro.

—¿Cómo hizo esto la tintorera? —preguntó con curiosidad.

Nora reflexionó. Granza para el rojo.

—Con granza —recordó—. Sólo las raíces.

—Granza —repitió él, y se le ocurrió una idea—. Yo te podría escribir los nombres, Nora—sugirió—. Así sería más fácil recordarlos.

—¿Tú sabes escribir? ¿Y leer?

Tomás asintió.

—Aprendí de pequeño. Los niños escogidos pueden aprender. Y algunas de las tallas que hago llevan palabras.

—Pero yo no sé. Así que aunque me escribieras los nombres no los podría leer. Y a las mujeres no se les permite aprender.

—De todos modos, yo te podría ayudar a recordarlos. Si me los dices y los escribo, después te los podré leer yo. Seguro que sería una ayuda.

Nora pensó que probablemente tenía razón. Así que Tomás llevó de su cuarto papel, tinta y una pluma, y una vez más ella repitió las palabras que recordaba. A la luz vacilante contempló cómo él las iba escribiendo cuidadosamente. Vio que las combinaciones de líneas y curvas formaban los sonidos, y que después él se los podía repetir.

Al leer Tomás la palabra hipérico marcándola con el dedo, Nora vio que era larga y que tenía varias formas redondeadas. Enseguida apartó los ojos para no aprenderla, para no ser culpable de algo que claramente tenía prohibido. Pero le hizo sonreír verla, ver cómo la pluma trazaba las formas y las formas contaban la historia de un nombre.

           

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora