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Ella, nerviosa, asintió con una pequeña inclinación.

—¿Y tú? —el Guardián Mayor miró de nuevo a Vandara, que permanecía con gesto hosco entre los ujieres, y le habló cortésmente—. Tú no has perdido. Pediste la tierra de la niña, y es para ti, para ti y las demás. Haced vuestro corral. Sería prudente encerrar a vuestros hijos; molestan y deberían estar más controlados. Ahora vete —ordenó.

El rostro de Vandara era una máscara de odio. Se quitó de encima las manos de los ujieres, y doblándose hacia Nora bisbiseó con voz ronca:

—Fracasarás. Entonces te matarán.

Sonrió fríamente hacia Jacobo.

—Muy bien —dijo—. Ahí os quedáis con la niña —y a paso rápido recorrió el pasillo y salió por la ancha puerta. El Guardián Mayor y los restantes miembros del Consejo no hicieron caso de su insolencia, como si fuera un insecto molesto al que por fin se había ahuyentado. Estaban volviendo a plegar el manto del Cantor.

—Nora —dijo Jacobo—, ve a recoger lo que necesites. Todo lo que te quieras traer. Debes estar de vuelta cuando la campana toque cuatro veces. Y te llevaremos a tus nuevas habitaciones, donde vivirás a partir de ahora.

Nora, desconcertada, esperó un instante; pero no hubo más instrucciones. Los guardianes ordenaban sus papeles y recogían sus libros y sus cosas. Parecían haberse olvidado de su presencia. Ella se levantó por fin, se enderezó apoyándose en el bastón y salió cojeando de la sala.

Al pasar del Edificio del Consejo a la luz intensa y el caos habitual de la plaza central del pueblo se dio cuenta de que aún era media tarde de un día corriente en la existencia de la gente, y que la única vida que había cambiado era la suya.

                                  *         *        *

Aquel día de verano temprano era caluroso. Cerca de la escalinata del Edificio se había congregado una multitud para asistir a una matanza de cerdos detrás de la carnicería. Una vez vendidas las mejores partes se tiraban los desperdicios, y la gente y los perros se agolpaban para alcanzarlos. 

El olor de los excrementos acumulados bajo los cerdos aterrorizados y los chillidos de pánico que daban esperando la muerte le dieron náuseas. Apretó el paso para bordear el gentío y se dirigió a los telares.

—¡Saliste! ¿Cómo fue? ¿Irás al Campu? ¿A las fieras?

Era Mat, que la llamaba excitado. Nora sonrió. La enternecía su curiosidad, que no era menor que la suya; por debajo de su tosquedad tenía buen corazón, pensó. Recordó cómo había adquirido su perrillo compañero. Era un chucho inútil, sin amo y despreciado por todos, que andaba siempre buscando qué comer.

Una tarde lluviosa le atropelló el carro de un asno que pasaba; el perro, malherido, quedó sangrando en el lodo, y habría muerto sin que nadie hiciera caso de él. Pero Mat lo ocultó entre las matas hasta que se le cerraron las heridas. 

Cada día veía Nora desde los telares cómo el niño iba con disimulo a donde yacía el animal y le llevaba comida. Ahora el perro, alegre y sano aunque el rabo se le había quedado tan torcido e inútil como la pierna de Nora, no se apartaba nunca de su lado. Él le llamaba Palo, por el trozo de palo que había utilizado para entablillarle el rabo roto.

Nora se agachó y rascó al cariñoso chucho detrás de las orejas.

—Me han soltado —dijo a Mat.

El chico abrió mucho los ojos y sonrió de oreja a oreja.

—Entonces has de seguir contándonos historias a mí y a mis compas —dijo con satisfacción—. Vi a Vandara —añadió—. Salió haciendu así.

Y corriendo a la escalinata del Edificio la bajó muy tieso y con gesto altanero. Nora se sonrió ante su imitación.

—Ahora ha de odiarte de fiju —añadió Mat alegremente.

—Bueno, le han dado mi terreno —le explicó Nora— para que las otras y ella hagan un corral para sus hijos, como querían. Espero que no hayáis empezado a hacerme la barraca nueva —añadió, recordando el ofrecimiento.

Mat sonrió.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora