—¿Oíste algo anoche? —le preguntó indeciso—. ¿No te despertó un ruido?
Nora meditó.
—No —dijo—. He dormido profundamente. ¿Por qué?
Él parecía perplejo, como si hiciera esfuerzos por recordar.
—A mí me pareció oír algo así como el llanto de un niño. Me pareció que me despertaba.
Pero puede ser que fuera un sueño. Sí, será que lo soñé.
Entonces se le alegró la cara y dejó de pensar en el pequeño misterio.
—He hecho una cosa para ti —dijo—. La he estado haciendo por las mañanas a primera hora —explicó—, antes de ponerme a trabajar.
—¿En qué trabajas tú, Tomás? —preguntó Nora—. Lo mío es el manto, por supuesto. Pero a ti, ¿qué te han puesto a hacer?
—El báculo del Cantor. Es muy antiguo, y por el roce de sus manos (y de las manos de otros cantores en el pasado, supongo) se han desgastado los relieves de tal manera que hay que volver a tallarlos enteramente. Es una labor difícil, pero importante. El Cantor utiliza los relieves del báculo para guiarse, para acordarse de las distintas secciones del Cántico. Y en la parte de arriba hay una zona grande que no se ha tallado nunca. Con el tiempo la haré yo, la tallaré por primera vez con mis propios dibujos —se rió—. Bueno, realmente no serán míos.
Me dirán qué es lo que tengo que poner.
Tímidamente metió la mano en el bolsillo y le dio su regalo:
—Ten.
Le había hecho una cajita con su tapa, que por arriba y por los lados llevaba, talladas en finos relieves, figuras de las plantas que Nora estaba aprendiendo a distinguir. Ella la examinó embelesada. Reconoció los altos tallos de la milenrama, con sus cabezuelas apretadas, y enroscados alrededor los tallos lacios de la coreopsis, sobre una base donde aparecía esculpido el follaje oscuro y ligero de esa planta.
Al instante supo qué quería guardar en aquella caja exquisita: aquel trocito de tela decorada que llevaba en el bolsillo el día del juicio, y que había consolado su soledad a la hora de dormir. Ahora estaba escondido en uno de los cajones de material; ya no lo llevaba encima por miedo a perderlo en sus largas caminatas por el bosque y sus largas jornadas de duro trabajo con la tintorera.
Bajo la mirada atenta de Tomás, fue en busca del trapito y lo metió en la caja.
—Es muy bonito —dijo él al verlo.
Nora lo acarició antes de cerrar la tapa.
—Me habla no sé de qué manera —dijo—. Es casi como si estuviera vivo.
Y sonrió avergonzada, porque sabía que era raro lo que decía, y que él no la entendería y pensaría quizá que era una tonta. Pero Tomás la sorprendió:
—Sí —dijo—. Yo tengo una madera que hace lo mismo. Una que tallé hace mucho tiempo, cuando no era más que un crío. Y a veces todavía siento en los dedos el saber que tenía entonces.
Se volvió para irse.
"¿Que tenías entonces? ¿Ahora ya no lo tienes? ¿El saber no se conserva?". Nora se entristeció profundamente ante esa idea, pero no dijo nada a su amigo.
+ + +
Aunque todavía le quedaba mucha información que recibir de Anabela, tuvo que reducir las clases en la choza de la tintorera porque era importante ponerse a trabajar en el manto del Cantor y tenía que aprovechar la luz del día. Ahora se alegraba de tener aquel cuarto de baño enlosado que al principio le causó tanta confusión. El agua caliente y el jabón le ayudaban a quitarse las manchas de las manos, y era vital tener las manos limpias para tocar el manto.
Seguía conservando su pequeño bastidor, aquél que Mat salvó de la quema, pero no lo necesitaba. Entre el material que le facilitaron estaba un magnífico bastidor nuevo, que se desplegaba sobre unas sólidas patas de madera, de modo que ya no había que sostenerlo en el regazo. Nora lo colocaba junto a la ventana, y así podía trabajar sentada al lado en una silla.
Extendió el manto sobre la mesa grande para examinarlo cuidadosamente y decidir por dónde comenzar. Por primera vez empezó a percibir la vastedad de la que el Cantor sacaba su cántico. La historia entera del pueblo, hasta culminar en la espantosa descripción de la Ruina, estaba retratada con enorme complejidad en los voluminosos pliegues del manto.
Vio un mar verde pálido, y en su fondo peces de todas clases, algunos mayores que un hombre y que diez hombres juntos. Después el mar se fundía imperceptiblemente con anchas extensiones de tierra, sólo habitadas por figuras de animales que Nora no conocía, seres descomunales que pastaban hierbas altas de color ocre.
Todo esto no era más que una esquinita del manto. Recorriéndolo con la vista descubrió que cerca de los pastos salía del pálido mar otra tierra, y en ésta aparecían hombres. Las diminutas puntadas hacían figuras de cazadores con lanzas y armas, y Nora observó que pequeños nudos de rojo (granza para el rojo, sólo las raíces) servían para señalar la sangre en las figuras de hombres caídos, los que sucumbían a las fieras.
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En Busca Del Azul
Teen FictionLIBRO II 1-El dador de los recuerdos 2-En busca de azul