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Por la mañana muy temprano, desayunó deprisa y se dirigió a donde había estado la huerta de los colores de su madre. A esa hora del amanecer había muy poca gente levantada. Casi contaba con encontrarse a Mat y Palo, pero los caminos estaban prácticamente vacíos y en el pueblo remaba el silencio. Aquí y allá lloraba un niño, y las gallinas cloqueaban por lo bajo, pero el alboroto estridente de la jornada aún estaba por llegar.

Al acercarse vio que el corral ya estaba construido en parte. Sólo habían transcurrido unos pocos días, pero las mujeres habían hecho un vallado de ramas de espino alrededor de los restos de la barraca donde Nora se crió. El terreno cercado seguía estando lleno de cenizas y cascote.

Muy pronto la barrera de espino lo cerraría por completo; Nora imaginó que harían algún tipo de portillo, y luego pondrían allí dentro a sus gallinas y sus críos. Había trozos de madera afilados y pedazos cortantes de cacharros rotos, y al verlos Nora dio un suspiro. Los niños se harían arañazos y heridas con los restos de su propio pasado destruido, pero ella no podía hacer nada por evitarlo. Rápidamente dejó atrás la ruina y el vallado a medio construir, y encontró los restos de la huerta de colores de su madre al borde del bosque.

Las hortalizas habían desaparecido por completo, pero las plantas de flor seguían existiendo, aunque estaban pisoteadas. Se veía que las mujeres habían pasado por allí arrastrando los espinos para el corral, pero las flores seguían abriéndose, y a Nora le impresionó ver aquella vida vibrante que todavía luchaba por crecer a pesar de tanta destrucción.

Las fue nombrando para sí, las que recordaba, y recogió lo que pudo, llenando un pañuelo grande que llevaba. Anabela le había dicho que la mayoría de las flores y hojas se podían secar para utilizarlas después. Otras no, como el hinojo: "Hay que usarlo fresco", había dicho del hinojo. También se podía comer. Nora lo dejó sin tocar, y se preguntó si las mujeres sabrían que podía servir de alimento.

Cerca ladró un perro y se oyeron voces airadas: gritos de un marido a su mujer, bofetones a un niño. El pueblo despertaba a la rutina de todos los días. Era hora de irse de allí; aquel sitio ya no le pertenecía.

Lió el pañuelo con las plantas que había recolectado y lo ató; se lo echó al hombro, agarró el bastón y se apresuró a alejarse. Dio un rodeo para no pasar por la calle central del pueblo, y en una bocacalle vio a Vandara y miró para otro lado. Vandara la llamó por su nombre con acento burlón y petulante: "¿Te gusta tu nueva vida?", y tras la pregunta soltó una risotada.

Nora dobló una esquina rápidamente para no enfrentarse con ella, pero el recuerdo de la pregunta sarcástica y la risotada la acompañaron durante todo el camino

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—Necesitaré un terreno para plantar una huerta de colores —se animó a decir a Jacobo pocos días después—, y un sitio ventilado para secar las plantas. Y otro donde se pueda hacer fuego, y cacharros para los tintes —y, tras un momento más de reflexión, añadió—: y agua.

Él dijo que sí, que podía tener todas aquellas cosas.

Jacobo pasaba por su cuarto cada tarde para ver cómo marchaba el trabajo y preguntarle qué necesitaba. A Nora se le hacía raro poder pedir cosas y que se las dieran.

Pero Tomás decía que también en su caso había sido así siempre. Le había bastado pedir las distintas clases de madera, fresno, madera de corazón, nogal o arce, para tenerlas; y le habían dado toda clase de herramientas, algunas que él ni sabía que existían.

Los días, días de trabajo agotador, empezaron a correr.

Una mañana vino Tomás cuando Nora se disponía a salir hacia la choza de la tintorera.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora