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Mat asintió, dándose importancia. Le gustaba ser el mensajero, la fuente de información.

—Enfermó su madre primeru, y lleváronsela los acarreadores al Campu. Y fue su padre a velar el espíritu.

Nora y Tomás asintieron.

—Y fue que —continuó Mat, poniendo una cara de tristeza dramática— su padre se pusu tan triste, estandu allí sentadu en el Campu, que agarró un palu grande en punta y clavóselo en el corazón. Eso dijeron todus, por lo menos —añadió, viendo los gestos de asombro que había producido su relato.

—¡Pero si tenía una hija! ¡Tenía una niña! —dijo Nora, juzgando increíble que un padre hiciera tal cosa.

Mat volvió a encogerse de hombros y reflexionó.

—Será que no la quería nada —sugirió, pero tras un instante añadió frunciendo el ceño—: pero ¿cómo no la iba a querer nada, cantandu así de bien?

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Tomás—. ¿Qué hace aquí?

—Dijéronme que se la dieron a alguien que quería tener más niñus —dijo Mat.

Nora asintió.

—A los huérfanos siempre los dan a otros padres.

—A menos que... —dijo Tomás despacio.

—¿Qué? —preguntaron a la vez Nora y Mat.

Él se quedó pensando.

—A menos que canten —dijo por fin.

       *       *      *

  Más tarde Jacobo fue a la habitación de Nora como todos los días. Afuera seguía lloviendo. Mat, impertérrito, se había ido con su perro en busca de sus compinches, dondequiera que pudieran estar con semejante tiempo. Tomás había regresado a su cuarto para trabajar, y también Nora, con más lámparas que encendió la auxiliar, se aplicó a su tarea y cosió con esmero durante toda la tarde. Se alegró de la interrupción cuando Jacobo llamó a su puerta. La auxiliar les sirvió un té, y los dos se sentaron amigablemente mientras la lluvia salpicaba las ventanas.

Como de costumbre, Jacobo contempló la labor detenidamente. Su cara era la misma, surcada de arrugas y agradable, que Nora conocía ya desde hacía muchas semanas. Su voz era amable y cordial mientras examinaban juntos los pliegues del manto extendido.

Pero Nora, recordando la dureza con que la misma voz mascullaba en la habitación de abajo, no le preguntó por la niña cantora.

—Tu trabajo es muy fino —dijo Jacobo; se había inclinado para escudriñar la parte recién terminada, donde Nora había igualado meticulosamente las diferencias sutiles de varios tonos de amarillo y llenado una porción del fondo con puntitos de nudo que formaban una textura

—. Mejor que el de tu madre, aunque el suyo era excelente —añadió—. ¿Fue ella quien te enseñó los puntos?

—Sí, casi todos —Nora, por no parecer presuntuosa, no le dijo que otros sencillamente se le habían ocurrido a ella sin que nadie le enseñara—. Y Anabela los tintes —añadió—.Todavía sigo empleando muchos de sus hilos, pero ahora estoy empezando a hacer los míos cuando voy a su casa.

—Esa anciana lo sabe todo —dijo Jacobo, y miró con preocupación a la pierna de Nora—. ¿La caminata no es excesiva para ti? Un día tendrás aquí el fuego y los cacharros. Estoy pensando preparar un sitio ahí abajo —señaló a la ventana, indicando el terreno entre el edificio y el comienzo del bosque.

—No. Soy fuerte. Pero... —titubeó ella.

—¿Qué?

—Algunas veces he pasado miedo por el camino —le dijo—. ¡El bosque de alrededor es tan cerrado!

—No hay nada que temer.

—Yo sí temo a las fieras —confesó Nora.

—Como es lógico. Tú no te alejes nunca del camino. Las fieras no se acercan al camino.

Su voz era tan tranquilizadora como en el día del juicio.

—Una vez oí rugidos —le confió ella, estremeciéndose un poco al recordarlo.

—No hay nada que temer mientras no te alejes.

—Anabela me dijo lo mismo. Me dijo que no hay nada que temer.

—Habla con la sabiduría de las cuatro sílabas.

—Pero, Jacobo... —por alguna razón no se atrevía a decírselo. Tal vez por no poner en duda el saber de la anciana. Pero al fin, animada por el interés y la solicitud de Jacobo, le repitió aquello sorprendente que la vieja tintorera había declarado con tanta seguridad—. Ella dijo que no hay fieras.

Él la miró con una expresión extraña, que parecía una mezcla de asombro y cólera.

—¿Que no hay fieras? ¿Ha dicho eso?

—"No hay fieras" —repitió Nora—. Lo dijo con esas palabras, varias veces.

Jacobo dejó sobre la mesa la parte del manto que estaba examinando.

—Es muy vieja —dijo rotundamente—. Es peligroso para ella hablar así. Su mente empieza a fallar.

Nora le miró con incredulidad. Hacía semanas que trabajaba con la tintorera. Las listas de plantas, las muchas características de cada una, los detalles de los procedimientos de tintura, tanto saber complicado, todo era claro y completo. Ella no había advertido la menor señal, el menor indicio de fallo en aquella mente.

¿Sería posible que la anciana supiera algo que no sabía nadie más, ni siquiera alguien tan importante como Jacobo?

—¿Usted ha visto fieras? —le preguntó vacilante.

—Muchísimas veces. Los bosques están llenos —dijo Jacobo—. Tú no te alejes nunca de los límites del pueblo. Y no se te ocurra salir del camino.

Nora le miró. Su expresión era difícil de interpretar, pero su voz sonaba firme y segura.

—No olvides, Nora —prosiguió—, que yo vi cómo a tu padre se lo llevaban las fieras. Fue algo espantoso. Terrible.

Suspiró y le dio unas palmaditas de condolencia en la mano. Luego se volvió para marcharse.

—Estás haciendo un gran trabajo —dijo otra vez con admiración.

—Gracias —murmuró Nora. Se metió en el bolsillo la mano, donde aún notaba el tacto de la de él. Allí estaba doblado su trapito especial. No notó que irradiase calor. Cuando la puerta se cerró detrás de Jacobo, acarició la tela buscando su consuelo; pero parecía huir de sus dedos, como si intentase avisarla de algo.

La lluvia seguía cayendo. A través de ella, por un instante le pareció oír que la niña sollozaba en el piso de abajo.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora