25.

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—¿Qué insectos? —fue Jacobo el que preguntó, con el ceño fruncido.

—Palu tiene pulgas —explicó Mat mirando al suelo.

Jacobo meneó la cabeza; Nora vio que le temblaban los labios por contener la risa. Jacobo le hizo pasar a la habitación. Se quedó atónita. La barraca donde había vivido toda su vida con su madre era una simple choza con el suelo de tierra. 

Las camas eran jergones de paja sobre una tarima. Guardaban las pertenencias y los alimentos en utensilios hechos a mano; siempre habían comido juntas en una mesa de madera que el padre de Nora hizo mucho antes de que ella naciera.

 Le daba pena que se hubiera quemado aquella mesa, que conservaba tantos recuerdos para su madre.

Catrina le había descrito cómo su padre alisaba la madera con sus fuertes manos y redondeaba las esquinas para que el niño que iba a venir no se hiciera daño en los picos. Ahora todo eran cenizas: la madera alisada, los cantos suaves, el recuerdo de aquellas manos.

En aquella habitación había varias mesas muy bien hechas, con finos relieves. Y la cama era de madera con patas, y estaba cubierta con colchas de tejido ligero.

 Nora no había visto nunca una cama igual, y pensó que las patas serían para estar a resguardo de las fieras o de los insectos. Pero allí, en el Edificio del Consejo, seguro que no los había; hasta Mat lo había intuido, y no había querido que las pulgas de su perro pasaran del corredor.

 Había ventanas con cristales, y a través de ellas se veían las copas de los árboles; la habitación daba al bosque que había detrás del edificio.

Jacobo abrió una puerta interior, y Nora vio otro cuarto más pequeño, sin ventanas y lleno de anchos cajones.

—Aquí se guarda el manto del Cantor —dijo él. Tiró de un cajón grande, y Nora vio el manto doblado, con sus hilos de vivos colores. Jacobo lo volvió a cerrar y señaló hacia los otros cajones más pequeños.

—Ahí tienes materiales —dijo—. Todo lo que te puede hacer falta.

Volvió al dormitorio y abrió una puerta del otro lado. Nora vislumbró un suelo que a primera vista parecía de piedras planas; eran baldosas de un tono verde claro.

—Ahí tienes agua —explicó Jacobo—, para lavarte y para todas tus necesidades.

"¿Agua? ¿En un edificio?".

Jacobo se asomó a la puerta y echó una ojeada. Mat y Palo estaban allí esperando, Mat sentado en cuclillas y chupando su piruleta.

—Si quieres que el niño se quede contigo, puedes lavarle ahí. Y al perro también. Hay una bañera.

Mat le oyó, y alzó los ojos a Nora con alarma.

—No. Yo y Palu ya nos vamus —dijo. Después, con cara de preocupación, preguntó—: ¿no te tendrán presa aquí, verdad?

—No, no va a estar presa —le tranquilizó Jacobo—. ¿Por qué piensas eso? Te traerán la cena —dijo a Nora—. No estás aquí sola. El Entallador vive allá, al otro lado —y apuntó hacia una puerta cerrada.

—¿El Entallador? ¿Ese chico que se llama Tomás? —dijo Nora muy sorprendida—. ¿Él también vive aquí?

—Sí. Puedes ir a su habitación si quieres. Durante el día tenéis que trabajar los dos, pero puedes comer con el Entallador. Ahora familiarízate con tu cuarto y con tus herramientas.

Descansa. Mañana veremos en qué consiste tu trabajo. Me voy acompañando al niño y el perro.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora