28.

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  —¡Un huevo!

Aquello era un festín. Además del huevo cocido, en la bandeja del desayuno venía más pan grueso y un tazón de leche templada con cereales. Nora bostezó y comió.

Cuando su madre y ella se despertaban, lo normal era ir al arroyo. Supuso que aquí el equivalente era ir al cuarto de las baldosas verdes. Pero aquel cuarto la ponía un poco nerviosa. La noche anterior estuvo probando las distintas manijas brillantes. 

De algunas salió agua caliente, que la sorprendió. Sería para guisar. Al parecer, por algún sitio de abajo debía de haber un fogón, y de alguna manera el agua caliente subía hasta allí, pero ¿para qué quería ella agua caliente? No tenía necesidad de guisar, pensó por la mañana, lo mismo que había pensado por la noche. 

Le traían la comida recién hecha.

Todavía sin entender muy bien, por la mañana dirigió su atención a la larga y baja bañera. Jacobo había insinuado que podía lavar allí a Mat. Había una cosa que por su aspecto y olor parecía jabón. Intentó lavarse inclinándose sobre el borde de la bañera, pero era un procedimiento incómodo y complicado; era más fácil lavarse en el arroyo.

 Y en el arroyo se podía lavar la ropa y tenderla en los arbustos. Allí, en aquel cuartito sin ventanas, no había donde secar nada. Ni brisa. Ni sol.

Era interesante, pensó, que hubieran descubierto la manera de llevar agua al edificio, pero no resultaba práctico ni saludable, y tampoco había ningún sitio donde enterrar la porquería.

Se secó el agua fría de la cara y las manos con un paño que encontró en el cuartito embaldosado, y decidió que seguiría yendo al arroyo cada mañana para atender debidamente a sus necesidades.

Se vistió deprisa, se ató las sandalias, se pasó el peine de madera por la melena, tomó el bastón y echó a andar a paso ligero por el corredor desierto para salir de su nuevo hogar y dar un paseo mañanero. Pero no había ido muy lejos cuando se abrió una puerta del corredor, y un chico al que reconoció salió y se dirigió a ella.

—Nora la Bordadora —dijo—. Me dijeron que habías venido.

—Tú eres el Entallador —dijo ella—. Jacobo me dijo que estabas aquí.

—Sí, soy Tomás —y le dirigió una ancha sonrisa. Parecía ser de su misma edad, bisílabodesde hacía poco, y no era feo: tenía la piel clara, los ojos alegres y el pelo espeso, castaño rojizo. Al sonreír enseñaba una mella en uno de los dientes de delante.

—Aquí es donde vivo —explicó, abriendo más la puerta para que Nora se asomara. La habitación era como la de ella, aunque ésta estaba en el lado contrario del corredor y las ventanas daban a la ancha plaza central. Nora también se fijó en que parecía estar más vivida que la suya, porque por todas partes se veían cosas de Tomás.

—También es mi taller —Nora miró hacia donde le indicaba, y vio una mesa grande con sus herramientas de tallar y pedazos de madera—. Y hay un cuarto que es el almacén de los materiales —y señaló hacia allá.

—Sí, la mía es igual —dijo Nora—. En mi almacén hay muchos cajones. Todavía no he empezado a trabajar, pero al pie de las ventanas hay una mesa con buena luz. Me figuro que será ahí donde trabaje.

Y preguntó:

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